viernes, marzo 31, 2006

Historias de piano

Capítulo IV: No toques Chopin

El centro comercial Alameda rebosaba en plena navidad. Masas de personas envueltas en abrigos y mantones transportaban enormes bolsas de regalos. El murmullo era ensordecedor, por ello, a Arturo no le gustaba tocar en esas fechas, en medio de tanto devenir capitalista. El pianista comenzó a tocar en el Alameda hace algo más de un año y medio, cuando descubrió la existencia de un colín en ese centro comercial. Un piano cerrado era para él como una caja de sorpresas. Ver al instrumento inerte, siempre tapado, sin poder sonreír con sus dientes blancos y negros y sin poder articular sonido alguno, le apenaría al pianista. Hasta que le susurró: “no te preocupes, yo te tocaré”. Lo abrió y tocó. Así comenzó el hábito. El pianista se acostumbró a tocar el colín cada vez que lo visitaba, le contentaba, no por ninguna razón en especial (de hecho, la construcción del instrumento no era de extrema calidad). Le gustaba, quizás porque, al igual que él, estaba solo y apartado. Solía pasar por ahí un par de veces por semana, a los compradores del Alameda parecía gustarle el pianista. Algunos se detenían y lo escuchaban unos minutos, otros se atrevían a pedirle alguna canción, y por último había quienes pasaban de largo.

Un día, el responsable del centro comercial le hizo una generosa propuesta: quería contratar a Arturo como pianista del Alameda. Así cerraron el contrato: Arturo tocaría cuatro veces por semana a cambio de un generoso salario. Seguramente, el gerente no querría arriesgarse a que el pianista se cansara de pasar por allí por simple gusto. A Arturo le venía muy bien esa paga extra.

Aquel día de navidad nadie escuchaba el piano, todo el mundo se entregaba al estrés consumista: atentos a los precios, las etiquetas, los envoltorios, los teléfonos… ni Arturo podía escuchar con claridad las notas del vals de Chopin que tocaba. En plena interpretación se encontraba cuando una mujer con un gorro de lana se detuvo a su lado. El pianista no se percató de su presencia hasta que la oyente suplicó:
- No toques eso, por favor.
Arturo se volvió e interrumpió la obra, aquella mujer sollozaba. Lo único que pudo hacer fue atender a la petición de la mujer: cambió el vals por un nocturno del mismo compositor. No completó los cinco primeros compases de la nueva obra cuando la mujer volvió a suplicar gimiendo:
- No, no toques nada de Chopin, por favor.
Ante tal petición, el pianista optó por tocar algo de su propia cosecha. Cuando hubo terminado, la mujer se lo agradeció con una pálida sonrisa y se marchó.

Al día siguiente, la misma mujer con el gorro de lana se presentó de nuevo al lado del colín. Arturo, en uno de sus balanceos la descubrió allí postrada ante él. Casualmente, tocaba otra obra del músico romántico; ella lo miraba implorando el mismo deseo… Arturo asintió con un movimiento de la cabeza y tocó otra pieza suya.
La mujer le acompañó en las siete siguientes audiciones, mas no mediaba palabra. No hacía falta, Arturo se adaptaba a su habitual oyente: no tocar Chopin. Parecía que esa extraña debilidad sólo afectaba con ese compositor: cualquier otra cosa que tocara, sea del músico que fuese, de época o de estilo, era aceptado.

En una ocasión, la mujer se presentó ante él justo cuando Arturo se disponía a descansar. El pianista aprovechó para entablar conversación:
- Ahora comienza mi media hora de descanso. Si quiere la invito a un café.
Ella aceptó y los dos tomaron asiento en la cafetería de la planta baja. Sentada frente a él, Arturo pudo observar mejor a la mujer, tenía un aspecto peculiar: de cuerpo menudo, toda ella estaba recubierta con cantidad de ropa: un jersey con una bufanda, un gorrito de lana blanco y unos guantes del mismo color que conjuntaban con el gorro. Sin duda debía de ser una mujer bastante friolera, acurrucada bajo esa montaña de ropa tenía aspecto infantil. Lo único que se descubría de su piel era una parte de su rostro: una piel pálida con mejillas rosadas que coronaban dos hermosos y diminutos ojos marrones. La mujer sostenía con las dos manos enguantadas la taza y bebía pequeños sorbos.
- Yo me llamo Arturo.
- Sí -respondió con dulce voz-, lo pone en el cartelito de la entrada, con los días que toca.
- Claro –rió Arturo-. ¿Te importa si nos tuteamos?
- No, yo me llamo Blanca.
Blanca bebió de su taza, no era muy habladora. Arturo se preguntaba cómo podía continuar la conversación sin forzarla.
- Te has convertido en mi oyente número uno –halló por fin las palabras.
- Sí –ella dio otro sorbo y repitió ensimismada-: sí…
Esperó a que ampliara su respuesta, pero Blanca enmudeció de nuevo. Pensó en preguntarle por su profesión, si era músico, por Chopin… pero temió incomodarla, así que prefirió callar. Nunca el entablar diálogo con una mujer le había sido tan complicado. De pronto, ella preguntó:
- ¿Tocas en más sitios?
- De vez en cuando en algunas salas pequeñas, nada demasiado pomposo, salvo en una ocasión.
- ¿De veras? –preguntó Blanca.
- Fui el segundo y último pianista del Parisien, un antiguo local de lujo de Málaga. Era una especie de restaurante y sala de conciertos.
- No lo conozco.
- Fue muy famoso en su tiempo.
- Si fue tan famoso, ¿por qué no te catapultó? –Blanca vaciló un instante y sacudió la cabeza- ¡Perdona! Quién me manda a mí…
- No te preocupes. Como dije fue famoso, meses después de mi contratación el local perdió clientela y su fama se disipó. De nada sirve que informe en mi breve currículum que pasé una temporada tocando en el Parisien.
La conversación se hundió de nuevo en el silencio.
- ¿Acaso querías verme tocar en otros lugares? Ya que eres mi oyente número uno… -bromeó Arturo.
Blanca rió por fin, tenía una dulce sonrisa sonora.
- Tal vez.
- ¿A qué te dedicas?
- Ahora mismo a nada… –Blanca elegía cuidadosamente las palabras- Bueno, soy pintora, pero ahora mismo no atravieso un buen momento.
- Todos los artistas tienen sus idas y venidas –sonrió Arturo.
El pianista terminó el café, pensó bien las palabras para lo que dijo a continuación:
- Me halaga que quieras verme tocar, pero a mí me gusta mucho Chopin, y la gente lo pide a menudo…
Blanca levantó la cabeza y miró al pianista con sus pequeños ojos, rezumaban una enorme tristeza. Tragó saliva con dificultad y consiguió explicar:
- Conocí a otro músico que tocaba Chopin magistralmente. Nadie lo toca como él, no he conocido a nadie que le hiciese sombra en Chopin. Llevábamos una relación prometedora pero la cosa se torció y decidió irse lejos. Cuando te escuché tocar ese vals me recordó tantas cosas… En realidad no sé porqué visito este lugar sólo para escucharte.
Arturo meditó un momento, le preguntó por el nombre de ese pianista.
- César Guerrero -respondió Blanca.
- No lo conozco, creo que he escuchado su nombre en algún lado, será uno de los más destacados de su promoción.
- Pronto oirás hablar de él –aseguró Blanca.

Por fin, Arturo disponía de los datos necesarios que explicaban someramente la actitud de aquella mujer. Blanca encerró su mirada en el interior cilíndrico de la taza vacía, transmitía una soledad y una tristeza que apenó profundamente al pianista. La mujer volvió de sus cavilaciones y observó que Arturo manejaba un cuaderno bajo la mesa. Instantes después, Arturo se incorporó:
- Blanca, ha sido un placer, pero debo continuar con la tarea. Visítame cuantas veces quieras y avísame cuando desees escuchar de nuevo a Chopin.

Arturo no esperó respuesta. Enseguida, las notas del primer arabesco de Debussy se fundieron con el rumor ambiental. Blanca escuchó y descubrió que encima de la mesa había un papel doblado en cuatro, lo abrió: dentro había escrito a mano un número de teléfono.


jueves, marzo 30, 2006

Desenfocado (II)

(Desvaríos noctambulares)

A raíz del escrito anterior

Pero cuando recuerdo estas palabras de Sugar, esa inolvidable Marilyn Monroe en Con faldas y a lo loco (Some like it hot):

“Yo quiero que el mío lleve gafas. Los hombres que llevan gafas son mucho más delicados, dulces e indefensos”.

Entonces pienso en volver a ponérmelas…

miércoles, marzo 29, 2006

Desenfocado

(Desvaríos noctambulares)

Una amiga me preguntó porqué casi nunca me pongo las gafas.
Es sencillo, respondí, para ver el mundo como verdaderamente lo capto, como lo siento.

Ahora no sé si el defecto es mío, del mundo, o de ambos.

martes, marzo 28, 2006

Fecundaciones y planes de futuro

(Desvaríos noctambulares)

A la hora de escribir, intento huir de anécdotas demasiado concretas y personales. Procuro disfrazarlas, al menos, con cierto velo de abstracción. Pero qué demonios, una queridísima amiga me ha arrancado una sonrisa:

En una conversación sobre el futuro familiar, ella me exponía sus deseos y dudas, su fervorosa intención de tener cuatro preciosos hijos.
- Cariño, si por entonces no tengo novio: tú me dejarías tus espermas, ¿verdad?
- ¿Mis espermatozoides? -Intenté reaccionar de forma natural-. Pues claro, cuantos quieras.
- Y hacemos un M-C*...
- Seguro que sí.
- Que, gracias a la ciencia y a la fecundación In Vitro, su futuro…
- Ah -dije teatralmente decepcionado-, In Vitro…
Ella ríe con su dulzura:
- Bueno, el método de acción ya lo decidiremos en su momento…
- Eso, en su momento.

Su bondad no tiene límites, la de bofetones que me ha perdonado.

*Unión de nuestros nombres en diminutivo.

sábado, marzo 25, 2006

Érase una vez / preferencias curiosas

(Tinta fresca)

No sé porqué, no me hace mucha gracia este tipo de cadenas. Aun así, no puedo decir no a una mujer, y menos a Súcubo, esa brillante ninfa revoltosa. Me ha encargado una cadena basada en el recorrido personal en ciertos intervalos de tiempo y en algunas preferencias. Además, es una buena excusa para inaugurar de una vez la sección “Tinta fresca”. Y, sinceramente, escribir sobre el pasado ha sido una experiencia necesaria.


10 años atrás…
Tenía 11 años, el preludio del gran cambio: la mudanza y la primera gran pérdida familiar de la que iba a ser muy consciente. El cambio de vivienda suponía un incremento forzado de mis relaciones, pues hasta entonces había vivido en una burbuja. El traslado fue algo penoso a nivel personal y escolar, y pronto, arribaría la inminente ruptura familiar. Adaptar la burbuja llevó su tiempo. Aún iba al conservatorio.

5 años atrás…
Empezaba el bachillerato, se habían forjado y se forjarían unas fuertes e inolvidables amistades. En ocasiones, la profesora de música me increpaba para que tocara en conciertos para el instituto, aunque era aplaudido, de pocos salí satisfecho. Tuve también mi primera experiencia laboral y, rápidamente, empezaba a distanciarme del Dios que me habían inculcado. En 2º de bachiller fui el único chico de Humanidades; algunos profesores se quedaron especialmente en el recuerdo por su profesionalidad y humanidad. Realicé un viaje muy esperado a Madrid, pero parte de estas ilusiones se turbaron y fui consciente de mi ingenuidad. No se olvidarán tampoco las últimas tardes en el conservatorio (¡María, la violinista!), los conciertos con el coro, las obras artísticas que iba conociendo…
Todo eso se mezcló con mi primer amor frustrado, del que, a duras penas, me desintoxicaba.

1 año atrás…
Abandoné temporalmente el conservatorio por mi segundo año en la universidad, que se tornó muy distinto al primero. Me relacionaba con más gente, nuevas amistades se nutrían: empecé a ser locutor de radio con mis mejores amigos y compañeros de clase. Mi sensibilidad cambió ligeramente al cantar con el Orfeón de Málaga el "Réquiem" de Mozart. Iba descubriendo multitud de cosas nuevas del mundo que me entusiasmaba. Estaba a punto de comenzar el cursillo de animación infantil, otra nueva experiencia laboral: Palillo iba a nacer. Me debatía, me auto-interpretaba (y sigo auto-interpretándome). Empezaba a conocer más a fondo a una persona muy importante.

Ayer yo…
Por ser el cumpleaños de un amigo pasé toda la mañana en su casa. Jugamos una interesantísima partida al Trivial. Por la tarde no fui a clase, paseé por el centro y ojeé la alfombra roja del Festival de Cine de Málaga. Volví a casa y aguardé en mi cuarto/estudio.
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5 lugares especiales para mí:
- Una sala de cine, de teatro, de conciertos.
- Alguna que otra habitación íntima, por alguna particular razón.
- La playa. Es cierto que soy muy reticente a la hora de ir a la playa en verano, pero eso no quiere decir que no sea un lugar especial en cierto modo.
- Japón.
- Y otros tantos lugares que quiero conocer.

5 mayores alegrías para mí:
No sé si se refiere a alegrías pasadas o soñadas.

5 cosas que me gusta comer:
Creo que mi paladar está adaptado a otros asuntos más que a motivos culinarios.
Platos preferidos tengo pocos, cosas muy simples: patatas fritas, pollo, los camperitos, últimamente los rollos de showarma… Y el arroz en puchero, el llamado arroz blanco, que me trae recuerdos.

5 juguetes favoritos:
Mi Buzz Lightyear, mi Robin, mi Spiderman, el Genio de Aladdín (que era en realidad una colonia), los “Playmovil”, las piezas de “Lego”…


No suelo pasar estas cadenas, pero haré una excepción, porque se la debo: Don Mendo García, cuéntanos un poquito de ti, ¿de acuerdo?
Y quien quiera recordar mediante palabras, adelante, que continúe el relevo.

miércoles, marzo 22, 2006

Historias de piano

Capítulo III: Teclas blancas, teclas negras

Arturo tomaba el café de la mañana mientras escribía una partitura, entre sorbo y sorbo añadía notas, figuras o repasaba en el piano lo que llevaba compuesto. No le decepcionó demasiado el hecho de que no consiguiese un hueco en el nuevo programa de conciertos de la sala Verdi, sabía que su amigo Dani lo había intentado. El pianista pensaba que quizás nunca conseguiría darse a conocer; de todos modos, tocar en la sala Verdi era pedir demasiado, sólo un pianista de entre cien lo conseguiría. Entre pensamientos, recordó la mujer que animó finalmente la noche: aquella misteriosa mujer de negro, la rubia de la lluvia, la del largo mechón que ocultaba su ojo izquierdo. Pensó un momento en ella y se arrepintió de haberse marchado anoche tan pronto. Su mirada se le clavó, recordaba sus labios brillantes al moverse y su cálida y sensual voz… Ya era demasiado tarde, no tenía su teléfono, ni siquiera su nombre.

El café había perdido su aroma y el humo ya no subía en volutas, dio otro sorbo y estaba helado. Cuando dejaba la taza en el fregadero, alguien llamaba. Irene, la encantadora alumna de once años, apareció tras la puerta.
- Hola Irene.
- Hola Arturo -contestó la niña con una dulce sonrisa.
- ¿Cómo estás, señorita?
- Bien.
- ¿Lista para tocar?
- Sí, ya tengo entera la de Czerny… -añadió entusiasmada Irene.
- Bien, pues veamos ese estudio.

La niña se sentó al piano, sus pies aún no llegaban a los pedales, sobre el atril abrió el libro por el estudio correspondiente… se detuvo un instante y preguntó:
- ¿Hago antes escalas?
- Por supuesto –remarcó con teatralidad Arturo- ¿Cuál tocaba hoy?
- La mayor.
- La mayor… ¿y cuántas alteraciones tiene La mayor?
- Tres sostenidos –Irene señaló con el dedo las tres teclas-: Fa, do y sol.
- Muy bien. Pues adelante, señorita.
Irene vaciló un momento colocando las manos en el teclado, cuando estuvo convencida de haberlas posicionado adecuadamente, comenzó a tocar la escala desde una octava grave.
- Muy bien marcado -evaluó Arturo una vez hubo finalizada la escala-, pero no balancees tanto el cuerpo ¿vale?
- ¿Por qué no se puede mover el cuerpo?
- Mira, hay dos tipos de pianistas: los que bailan el cuerpo y los que no.
- ¿Y porqué no puede bailar el cuerpo?
- Porque si quieres bailar, haces baile, querida –sonrió Arturo-. Además, académicamente, no es muy correcto balancear el cuerpo.
- ¿Y tú no bailas?
- Sí, yo sí bailo.
La niña abrió la boca como si su profesor hubiese dicho una barbaridad, pero reflexionó un segundo.
- Entonces yo también puedo bailar.
Arturo se rió y pidió a la niña que tocara el estudio de Czerny, luego se sintió satisfecho, pues si la niña movía su cuerpo cuando tocaba el instrumento sólo podía ser por dos motivos: por impaciencia y aburrimiento o porque tenía sensibilidad musical. En el caso de Irene era lo segundo.

En la habitación del pianista flotaba la invisible armonía de Czerny, Arturo corrigió a su alumna en varios pasajes, aclarando algunos movimientos de dedos, algunas notas que se escapaban a los ojitos de la niña y un par de apuntes rítmicos. Más de la mitad de la clase había pasado en un santiamén. Irene
tomaba un zumo con pajita y descansaba observando a su profesor, que ojeaba el libro de partituras. Estuvo un rato así, callada y sorbiendo de la pajita el líquido. De pronto preguntó:
- ¿Por qué las teclas son blancas y negras?
Arturo se giró y la miró en silencio, la niña esperaba la respuesta.
- ¿No sabes por qué las teclas son blancas y negras? –teatralizó sorprendido Arturo.
- No, dímelo por favor.
- Presta mucha atención… -Arturo señaló con los dedos el teclado-. Teclas blancas, teclas negras. Blanco y negro: ¿qué son?
- Dos colores… -y añadió tras unos segundos- colores contrapuestos.
- Efectivamente, alumna mía. Blanco y negro, dos colores contrapuestos. ¿Y qué te sugiere cada color?
- El blanco… ¿luz?
- Interesante, continúa…
- Y el negro pues oscuridad.
- Muy bien, Irene: dos colores contrapuestos, dos valores también contrastados. A partir de ahí, imagina cuántos símbolos contrapuestos podemos considerar: alegría, tristeza; amor, odio; soledad, compañía; día, noche; calidez, frialdad; inmensidad, brevedad; afección, repulsión; realidad, ensoñación; riqueza, pobreza; interés, hastío; condena, perdón; molestia, placer; consuelo, dolor…
La niña escuchaba estupefacta a su profesor, Arturo continuaba con su monólogo:
- ¿Ves? Blanco y negro –Arturo recorrió el largo teclado con las dos manos-. Y todas esas sensaciones, emociones y todos esos pensamientos que permanecen entre ese contraste están escondidos en las ochenta y ocho teclas del piano. Por eso las teclas son blancas y negras, porque son los extremos de todo lo que hay dentro de sus escalas.
En la habitación se hizo el silencio, que rompió la angelical voz de Irene.
- Y… y… -titubeó la niña entre pensamientos- ¿cuando toco una canción sale todo eso?
- Depende de la obra y de su intérprete u oyente –Arturo se acercó al rostro de Irene y susurró-: cuando toques una obra, piensa en lo que te sugiere, en todo lo que sale debajo de las teclas.
La niña asintió con la cabeza solemnemente, como si Arturo le hubiese revelado el secreto más valioso del mundo.
- ¿Y cuando componga podré sugerir yo cosas?
- Por supuesto que sí.
Irene, nuevamente, permaneció muda unos instantes, mirando el teclado de teclas blancas y negras como si fuese insuficiente, ya que, al fin y al cabo, sólo son ochenta y ocho teclas para algo tan grande como la música y sus evocaciones.
- Pero Arturo, ¿y si termino con todas las canciones?

domingo, marzo 19, 2006

La pureza del alma

(Desvaríos noctambulares)

Hace algo más de una semana, en una celebración, degusté por fin una bebida que deseaba probar desde hace ya varios años: el sake. Siempre supe que llegado ese momento retornarían a mi memoria unas palabras que me impresionaron no sé muy bien porqué.
En una serie que marcó mi temprana adolescencia, un excelente maestro samurái (de estos que han alcanzado la mayor templanza y la sabiduría de la vida) enseña a su discípulo en mitad de la noche, después de un duro día de entrenamiento. El sensei bebe sake, le encanta, siempre lleva su botella pero jamás el alcohol perturba su sobriedad. Es el maestro, claro...
En esa noche, cercana al tumultuoso fin de la era Edo, el maestro (cuyo nombre es Hiko), enseña con palabras a su discípulo mientras saborea el legendario sake:
"Los cerezos en flor son propios de la primavera, las estrellas del verano, la luna llena del otoño y la nieve del invierno. El sake está bueno. Si no te lo pareciera es que una parte de ti está enferma. Algún día tú también entenderás lo bueno que es; entonces tú y yo brindaremos con sake".
En otro escenario posterior, el líder de uno de los grupos revolucionarios contra el gobierno del bakufu bebe sake, maldiciendo los planes de otra facción. La bella mujer que siempre lo acompaña le pregunta si quiere más y él, asqueado, responde que no, que el sake está malo.
Respecto al joven discípulo, éste es empujado por un irrefrenable sentido de la justicia que lo lleva a matar a centenas de personas, creyendo proteger de esta forma a los más débiles. A medida que el samurái vislumbra la verdadera luz, el sabor del sake le es cada vez más placentero.
Qué demonios, ese recuerdo y otros detalles de esa poética cinta me sorprendieron, y cada vez que oigo hablar puntualmente del sake me acuerdo de lo descrito.
Volviendo a la celebración, ante mí la botellita y el vasito de sake caliente, llegó el momento de probarlo por primera vez. Ceremonioso, lo tomo, y su calor me envuelve la garganta y no tarda en subir a mis pómulos. El primer sorbo me agradó misteriosamente, pero los siguientes me costaron, cada vez más amargos.
Definitivamente hay algo enfermito, algunos remordimientos en el ánima. No será tan grave como para hacerme el sepukku...
Pero, como bien dice el mismo maestro, para llegar a ser puro hay un camino que no se puede evitar.

viernes, marzo 17, 2006

Nubes pobladas

(Relatos bajo el flexo)

Degustando una bolsita de golosinas, un niño y una niña observan un inmenso edificio en construcción. En lo más alto, muy alto, altísimo del huesudo inmueble, justo donde sus pequeños ojitos alcanzaban a ver, los niños escrutaban incansablemente una de las vigas salientes. En ella, una fila de obreros almorzaba ajena al abismo que se abría bajo sus polvorientas botas.
- Fíjate dónde están -dijo la niña sin apartar la vista-. ¿No tendrán miedo de trabajar tan alto?
- Es su trabajo -responde el niño.

- Si suben hasta ahí arriba por un trozo de pan, ¿hasta dónde serán capaces de llegar por un sueño?
- Está claro -afirma el niño con total seguridad.
- ¿Hasta dónde?
- Pues hasta las nubes.
- ¿Hasta las nubes? -pregunta la niña confundida.
Los dos infantes se miran y, al mismo tiempo, estiran sus cuellos más allá de la viga hasta el cielo salpicado de nubes. Están unos segundos así, sin pronunciar palabra, siguiendo el lento navegar de los algodones volantes.
- Yo no veo a nadie en las nubes.
- Será que aún no alcanzamos a verlos.


Fotografía: Almuerzo en lo más alto de un rascacielos, 1932. Charles C. Ebbets

martes, marzo 14, 2006

El don de la palabra

(Desvaríos noctambulares)

Mari Carmen Coro y Dani Arlequín estaban en la entrada del cine Alameda. Dani iba con dos amigos más y los cinco hablamos sobre cine. Una de las películas que salieron en la conversación fue "Brockeback Mountain". Mi postura la defendía como una notable película, pero me alegraba que "Crash" hubiese ganado el Oscar al mejor film, pues demasiado bombo y platillo le daban a la película de Ang Lee. Uno de los dos amigos de Dani, que no había visto la cinta de los vaqueros ovejeros, preguntó:
- ¿Pero por qué sufren los dos personajes? Contadme sólo eso.
- Pues porque les duele el culete... -añadí cómicamente.
Dani estalló en una sonorísima carcajada que consideré demasiado exagerada.

Más tarde, cuando los dos acompañantes de Dani se hubieron marchado, Mari Carmen dijo sonriendo:
- ¡Ay! Lo que ha dicho éste, yo intenté suavizar el ambiente cambiando de tema, como pude.
Dani volvía con su aguda risita.
- ¿Pero qué pasó? -pregunté desconcertado.
- Tu comentario: ellos son gays.

Menos mal que no estoy contra los homosexuales y no ataqué su identidad sexual. Ser gracioso es un don que en estos casos va ligado al de la palabra.

domingo, marzo 12, 2006

Historias de piano

Capítulo II: La mujer del mechón sobre el ojo

Llovía bastante esa noche, sin furia pero con pesar. Aun así, unas insistentes pero simples gotas de agua no son suficientes para desanimar a los noctámbulos que necesitan el brillo de la luna y un par de copas para poder sobrellevar la noche o, peor aún, sus vidas. Desde hace ya un tiempo, Arturo vivía más por la noche que por el día, porque experimentó que la nocturnidad altera de manera sobrenatural algunas almas, al igual que las teclas negras del piano son las alteraciones de las notas.

Ocultando el rostro bajo el paraguas, Arturo caminaba por las calles del centro en dirección al Café Jazz. Charcos odiosos, de esos que te empapan por completo el zapato y todo lo que tengas dentro de él se habían acumulado por las aceras. Arturo bañó un zapato en una de las piscinas de la calle, maldijo y levantó la mirada… A lo lejos, divisó una silueta delgada, la de una mujer que permanecía inmóvil en el extremo de la larga calle. La luna, encima de ella, ribeteaba un halo místico alrededor de la figura; el cuello extendido, empapándola, como si suplicara al cielo. Arturo siguió escudriñando la silueta femenina y ésta, de repente, repara en él. El pianista, con gesto amable, señala su paraguas en ofrecimiento; la figura empapada inclina la cabeza y se marcha tras una cortina de lluvia… Extrañado, Arturo sigue su camino.

El letrero de neón del Café Jazz lo deslumbraba, era muy característico: un saxo imitaba la letra “j” y las letras consecutivas ascendían como notas en los espacios pentagrama de líneas azules. Cuando el pianista llegó, Dani lo esperaba en una butaca de la barra.
- Llegas tarde, no tengo mucho tiempo –le dijo su compañero tras un sorbo de cerveza.
- Lo siento –se disculpó Arturo mientras tomaba asiento al lado. Arturo pidió un vodka.
- Supongo que ya lo veías venir: no hay hueco para la nueva temporada del Verdi –Dani agitó las manos en el aire-. Créeme, lo he intentado, pero nada…
- No pasa nada, bastante que te has molestado en preguntar.
- Tendrás que seguir tocando en lugares más escondidos hasta que el tiempo muestre a la gente tu genialidad. Tú sigue con lo tuyo y pronto estaremos aquí brindando tu éxito y emborrachándonos.
- Si ya nos emborrachamos.
- ¡Cierto! Pero en ese momento lo haremos con estilo –Dani ojeó su reloj de pulsera-. Perdona que me vaya tan pronto, pero Susana no está de humor como para que vuelva a altas horas de madrugada. Y anímate hombre, últimamente te veo desanimado.
- No es nada. Nos vemos, amigo.
- Brindaremos pronto, Arturo.

Y alzando la copa a su amigo, Dani dio el último sorbo
de cerveza, se giró y salió del Café Jazz dejando tras de sí al abrir la puerta una corriente de aire helado que olía a mojado. Arturo se quedó solo con su vodka. Decidió no quedarse demasiado rato, mañana tenía que dar clase por la mañana y tenía que estar presentable, sobre todo para una niña de 11 años. Por encima del rumor de habladurías comenzó a sonar una curiosa versión jazzística de Para Elisa. Arturo bebió escuchando las sincopadas notas hasta que una sensual voz de mujer le hizo volver de su sopor.
- ¿Puedo sentarme aquí, caballero?
Una mujer rubia, alta y delgada, vestida de negro, se había sentado en la butaca que dejó libre Dani. Con una amable sonrisa, Arturo respondió a la proposición:
- Puedes sentarte, y casi me atrevería decir que debes –la frase hizo reír a la mujer. Arturo aprovechó el comienzo para continuar la conversación-. ¿La conozco de algo?
- No, pero quería agradecerte que quisieras compartir tu paraguas con una desconocida.
- Así que eras tú la mujer de la lluvia. ¿Te mojaste demasiado?
- No mucho –en su flamante vestido negro aún resplandecían algunas gotitas con la luz del local-. Supongo que te preguntarás qué hará una mujer parada en medio de una calle lluviosa…
- Supones bien –sonrió Arturo-. La verdad es que la idea suscita curiosidad, pero no quiero ser cotilla.
- En verdad nada... Me gusta la lluvia, me gusta sentirla. Te parecerá muy extraño.
- No creas, aquí tienes a otro extravagante. Y si te digo la verdad, me ha gustado tu confesión… hacía mucho que no escuchaba a alguien con tanta sensibilidad.
La mujer pareció halagarse con la aclaración del pianista, su único ojo al descubierto pareció relumbrar. Precisamente ésa era su gran peculiaridad: un largo mechón de su lisa y reluciente melena rubia le caía por la frente y tapaba por completo el ojo izquierdo. Además, otro detalle distintivo era su timbre de voz: algo grave para una voz blanca, pero al articular las palabras se convertía en un tono exótico y cálido. Una mujer muy atractiva, y el detalle del grueso mechón de pelo caído que ocultaba el ojo izquierdo la hacía aún más mística y sensual.
- Ya que rechazaste una porción de mi paraguas, ¿aceptarías que te invitara a una copa?
- Lo acepto encantada. Tomaré lo mismo que tú.
Arturo pidió la copa y el barman la preparó. La mujer bebió un trago con total naturalidad, como si bebiese agua.
- ¿Sales mucho por aquí? –preguntó la mujer del mechón largo.
- Bastante, pero estos días he estado acatarrado y no he salido mucho.
- ¿Te aburriste entonces?
- No, porque trabajo mucho en casa. Aburrirme para nada.
- ¿En qué trabajas?
- Soy pianista.
- Un pianista, claro… debería haberlo supuesto –la mujer del mechón largo le miró le soslayo, con picardía-, aunque no seas precisamente tímido. ¿Tocas en conciertos?
- En muy pocos, y apenas tienen relevancia. Principalmente soy profesor y compositor, sin darme a conocer, aunque a veces toco en algunos locales.
- Compositor… -siseó como si fuese algo mágico- Dime uno.
- Por ejemplo, en el centro comercial Alameda, el que tiene un piano.
- No me digas… cuando pase estaré muy atenta, ¿te molestaría?
- Al contrario, me encantaría. ¿Y yo también podría visitarte en tus horas de trabajo?
Otra sonrisa esbozó la mujer del ojo oculto.
- No creo, trabajo, en varias cosas… -la mujer bajó la mirada de su ojo derecho, en un gesto evasivo-. Una especie de relaciones públicas.
- Comprendo… -Arturo captó que su compañera deseaba omitir cierta información, cambiar de tema. La canción seguía sonando en el ambiente.
- Ésta canción es Para Elisa, ¿verdad?
- Sí, de Beethoven. La compuso para una tal Teresa.
- Y la tituló Para Elisa...
- Sí, como sabes Beethoven era muy vehemente, y su escritura no era fácilmente legible. Al parecer, un error del copista cuando transcribía la partitura original provocó que la obra se recordara para siempre en la historia de la música como Para Elisa.
- Seguro que a Beethoven no le hizo precisamente gracia esa anécdota. Qué curioso, se nota que eres pianista.
La mujer del mechón caído sobre el ojo izquierdo enmudeció de pronto, como si la memoria la hubiese envuelto en un recuerdo muy lejano de aquel Café Jazz. Aún con la mente ajena de ese lugar, la mujer del mechón largo habló:
- Siempre he querido ser motivo de alguna canción –calló de nuevo, de pronto se rió-. Te pareceré una romántica…
- Quizás alguien lo haya hecho. Te hablo desde mi propia experiencia: yo compongo, mi piano es como si fuese un diario, cada canción es un capítulo, una sensación más. Quizás esta conversación motive una canción.
- Qué curioso, señor pianista… cuando vea un cartel sobre un concierto tuyo querría ir a verlo. A lo mejor una de las canciones lleva mi nombre. Ahora sólo necesito saber el tuyo.
- Charlie –mintió Arturo.
- ¿Me tomas el pelo? Tú no te llamas Charlie, ¿qué nombre es ése para un pianista español?
- ¿Por eso crees que miento? –preguntó Arturo en una mueca de sorpresa.
- Seguro… supongo que será una especie de protección personal.
- De acuerdo, en verdad me llamo Adrián, ¿me crees?
- Muy bien Adrián… -en el tono se apreciaba aún desconfianza. Sonríó.
- ¿Y cuál es tu nombre? Por si compongo la canción…
- Como comprenderás no voy a decirte mi nombre hasta cerciorarme del tuyo.
Arturo rió con fuerza.
- Está bien… comprendo.
La mujer del mechón largo sacó un cigarro, le ofreció a Arturo y éste lo rechazó señalando su garganta. La mujer del ojo oculto tras el mechón miró fijamente a Arturo, que intentaba sostener su mirada. Ella sólo mostraba su ojo derecho, pero qué fuerza tenía esa mirada… ¿cómo sería ser reflejado en las dos pupilas de esa mujer?
- Muy bien pianista, te gusta tratar con mujeres, y tienes cierta experiencia… Pero te aconsejo que tengas cuidado con ellas.
- Ya he sufrido lo mío con vosotras… estoy prevenido –Arturo miró su reloj-. Perdóname, pero creo que voy a irme dentro de unos minutos. Mañana tengo clase.
- Nunca te confíes, puedes sufrir más –continuó la mujer como si no hubiese escuchado la última frase del pianista. De repente dibujó otra de sus flamantes sonrisas-. Por favor, no te lo tomes como una amenaza. Me ha encantado esta charla, espero retomarla en un próximo encuentro, seguro que así será.
- Y yo lo espero. Buenas noches, ha sido un placer.

Ése fue el primer encuentro de Arturo con la mujer del mechón sobre el ojo.

viernes, marzo 10, 2006

Hua yang de nian hua

Hoy han brotado de mi mente unos brazos espectrales que me han sumido en un estado de parálisis mental. A continuación, me veo sentado alrededor de miles de neuronas pendientes de mí. Éstas llevan bata blanca, lápiz y bloc de notas. Las neuronas me enseñan una serie de peliculitas breves e inconclusas, en color, en el que están registradas imágenes de meses atrás. ¡Entonces se arma un gran barullo! Los bichitos esos apuntan con rapidez en las hojas a medida que van comentando y hablando entre ellas, incluso discuten con curiosos gestos. Lo que ha ocurrido podría denominarse "control de estado personal": una recapitulación de los fracasos y de los éxitos que han transcurrido en todo este tiempo. El experimento consiste en hacer inventario de todo: promesas cumplidas e incumplidas, sueños alcanzados e inalcanzados, estudio de la evolución de los proyectos, bienes de los actos realizados, males ocasionados… Toda esta información mental la traducen en operaciones algebraicas y la transforman, yo no sé cómo, en masas de peso que finalmente son cargadas en una balanza que dicta el resultado del reconocimiento. Yo ni me entero al final: es un proceso muy cansino, aún acostumbrado (pues ocurre a menudo). Pero hay dos días del año en los que el reconocimiento es inevitable y muy exigente. Hoy era uno de esos.
Ya acabado el día, vuelta por fin al estudio, es de noche. Me gusta más la noche que el día. La esencia de lo que soy se revela con la oscuridad perlada, como en secreto y a escondidas. Cada luna nueva me absorbe con más fuerza, me identifico con ella. La noche es como si transcurriera por mis venas, multiplica el sentido de mis emociones, me desnuda y me debilita. Prefiero la noche al día, aunque se torne melancólica y no la aproveche como desearía. Tiene su explicación, mi madre dice que nací alrededor de la una menos diez de la madrugada. Será porque quise ver antes la noche que el día, será que la luna fue mi cuna y me arropó entre sus nubes grises.
Como he dicho, la noche multiplica mis emociones; por consiguiente, incrementa el incontrolable deseo de pronunciarme. Y me siento como un cantautor mudo, que tiene tanto que cantar y no puede porque se le traban las palabras, la música y hasta los gestos. De lo único que soy consciente, es que ilusiono la realidad.
Estoy sentado en el sillón y escribo en batín. La última barrita de incienso (obsequio de una querida amiga) se consume, el hilillo de humo aromático sube en volutas. Con un whisky en mano, brindo en silencio por los anhelos. Y en la radio del escritorio se escucha “Hua yang de nian hua”.

jueves, marzo 09, 2006

Historias de piano

"Historias de piano" es un serial de relatos que narra las vivencias personales y profesionales de un virtuoso pianista llamado Arturo.

Capítulo I: El pianista


El inmenso teclado se extendía ante él. Teclas blancas y teclas negras ordenadas y alineadas simétricamente, como esperando en fila a los dedos que las dirijan. El pianista colocó las manos en posición encima del teclado, vaciló… no tocó nada, las manos volvieron a desplazarse fuera del teclado.

Le llamaban Arturo, pero nadie podía asegurar que fuese su verdadero nombre. Tenía la costumbre, la manía o el vicio de llamarse con diferentes etiquetas. Cada noche elegía de su abanico de pseudónimos o agregaba uno nuevo: Luis, Alfredo, Tomás, Roberto, Adrián e incluso Charlie, entre otros. Cada noche podía elegir uno de estos u otro cualquiera, su auténtico nombre sólo lo revelaba en contadas ocasiones. Aun así, aunque pocos puedan afirmarlo, su verdadero nombre era Arturo.
Respecto a la edad, ocurría lo mismo que con su nombre: decía el número que más le interesaba en la situación en la que se encontraba. A algunas mujeres se presentó con 27, a otras con 29, 25, 30, 28 e incluso 33 (la más alta, que por cierto no le creyeron). En realidad tenía 29 años.

Una vez más se quedó contemplando en silencio el piano vertical. Podía tocar cualquier cosa, pero no sabía qué interpretar. Miró las teclas sentado en la butaca, pensando en las historias que guardaba cada nota… Debajo del teclado, debajo de las 88 teclas se escondían tantas cosas, el instrumento era un torrente de recuerdos que se agolpaba en la memoria del pianista, siendo imposible reordenar tantas vivencias en unos segundos. Y lo que aún quedaba por aparecer, son infinitas las combinaciones de un piano. Una tos fuerte irrumpió sus pensamientos, suspiró… había comenzado a escribir una nueva partitura, llevaba los dos primeros sistemas y no le gustaba lo compuesto. Cogió el papel del atril, lo arrugó y lo tiró al suelo. Ese día era uno de esos en los que veía a su instrumento como un odioso compañero, todo lo que tocaba le disgustaba, últimamente no le convencía nada. Así que se dio por vencido y cerró la tapa del piano.

Fue a la cocina y bebió un vaso de agua, tosió, esperó un instante, lo llenó de nuevo y volvió a beber. Regresó a la habitación del piano y repasó su horario de clases de mañana: tenía cuatro alumnos. Ya casi era medianoche, pensó que quizás fuera encontraba algo interesante que le entretuviera. En ese instante, su móvil sonó.
- ¿Sí?
- ¿Qué pasa artista, cómo te encuentras?
- Hola Dani. Me encuentro mejor, gracias, iba a salir ahora mismo.
- ¿Reanudas tus salidas nocturnas? -preguntó Dani con tono burlón.
- Sólo iba a tomar una copa.
- ¿Nos vemos? Ya he contactado con la sala Verdi, así te cuento qué ha ocurrido.
- De acuerdo –accedió desesperanzado.
- ¿Qué te parece a las doce en el Café Jazz?
- Bien, nos veremos allí.

Arturo se puso el abrigo de cuero largo y entró al cuarto de baño, donde más que asearse cuidó su imagen: se miró en el espejo unos segundos y optó por peinarse mejor. Luego abrió la puerta, fuera llovía, así que cogió un paraguas antes de marcharse.


domingo, marzo 05, 2006

El proyector cascado presenta...

El castillo ambulante

Una joven insatisfecha con su vida es trasformada en anciana a causa de una terrible maldición; un mago galante que deambula oculto en un castillo viajero; un mundo bajo el fuego de una insensata guerra…

En muy contadas ocasiones uno puede deleitarse en la sala oscura con películas de Hayao Miyazaki, el maestro del cine de animación, figura indispensable de su fábrica de sueños, el “Studio Ghibli”. El proyector cascado os presenta la crítica de “El castillo ambulante”, la última y aclamada película de Hayao Miyazaki, premiada en el festival de Venecia y en Sitges.

Miyazaki parte de la novela de Diana Wynne Jones para crear “El castillo ambulante”, aspecto también poco común, ya que suele partir de historias extraídas de su visionaria mente (“Kiki, la aprendiz de bruja” es su primer film adaptado de una novela). La historia de su novena película cautiva por su emotiva trama, que protagonizan una serie de personajes perfectamente definidos y que encandilan desde el momento en que aparecen en la pantalla. El cine de Miyazaki es cine tradicional, basta sólo deslumbrarse con esos cuadros a mano que construyen el film (perfilados con algunos sabios efectos digitales), cuadros móviles cuyo motor es una narrativa exacta, de corte clásico, lo delata la elegante y precisa elaboración de sus películas. Pero la temática del director no es precisamente convencional: con su desbordante imaginería visual, Miyazaki lo demuestra de nuevo, impresionando una vez más a crítica y público. “El castillo ambulante”, desde su inconmensurable experiencia sensorial, y con la magia que sólo su director sabe hacer, cala muy hondo en el espectador, haciendo temblar nuestro inconsciente con la sabiduría y el valor que guardan sus secuencias. Como cualquier otro film de su filmografía, Miyazaki es capaz de dibujarnos una sonrisa, de hacernos sentir un rítmico y aventurado temblor en el cuerpo y, al descuidarnos, conmovernos con un escalofrío acuoso y ensordecedor. Como la vida misma, sólo que con una pincelada de fantasía.

La incertidumbre que encierra Sophie y la evolución de su personaje, el terrible secreto de Howl, el falso esteriotipo de los antagonistas, los encantadores secundarios, el diseño y el movimiento del castillo, la evocadora música de Joe Hisaishi (impecable el nostálgico tema principal, de lo mejor que se ha compuesto últimamente para cine) y la belleza del conjunto: puras y sensatas emociones, de eso se compone “El castillo ambulante”. Veamos si esta noche Miyazaki gana su segundo "Oscar" en la candidatura al mejor film de animación (ya consiguió el galardón con “El viaje de Chihiro”, además del "Oso de Oro" de la Berlinale).

“El castillo ambulante” se habría convertido en una obra maestra redonda si su guión no hubiese pretendido abordar demasiado, un guión que cierra de forma un tanto atropellada algunas de las conclusiones del film. Aun así, la virtuosa película brilla: es una joya más de un director que sabe contar historias para niños con una perspectiva adulta (sublime el retrato de la joven y anciana Sophie, atención a los valores que se esconden en el film).

Es lógico que “El castillo ambulante” no alcance la cota sublime de la cinematografía del maestro (“La princesa Mononoke”, “El viaje de Chihiro”, "Porco Rosso", "Mi vecino Totoro"...), y me resulta escabroso otorgar un puesto exacto a este nuevo film respecto a sus otras maravillas. De todas formas, “El castillo ambulante” es Miyazaki, y sigue siendo el mejor en su género, un placer, una experiencia inolvidable. Y como han de pasar varios años para poder ver una nueva película del maestro japonés, antes de que desaparezca de la cartelera, os confieso que necesito visitar otra vez el interior de este castillo ambulante (siempre y cuando su pequeño y chispeante guardián, el demonio gruñón Calcifer, me permita entrar de nuevo).
Quizás nos encontremos allí.

jueves, marzo 02, 2006

En una habitación, la nº 134, creo...

Una vez ubicado en el escritorio el último elemento de atrezzo, compruebo con la mirada la colocación del estudio: los archivadores, los cajones, los libros a la izquierda, las películas a la derecha, los discos por todas partes, el piano al fondo, la botellita de whisky y la copa próximas a mi mano… ¡Ah! Y la caja de cigarrillos en una esquina (aunque éste último elemento es pura ambientación figurativa del estudio, en principio). Creo que lo esencial está y lo suficientemente decente como para inaugurar la bitácora.
Acabo de instalarme en esta habitación cuyo número me resulta familiar, una sensación parecida a la del señor Chow en la película "2046"... De todos modos, me gusta el sitio.

Willkommen, bienvenue, welcome...
Bienvenidos a “Cantautores mudos”, un “blog” más en la inagotable afluencia de los cuadernos cibernéticos. Y éste, particularmente y como es costumbre en estos espacios, tiene la peculiaridad de que todo pasa por el filtro neurótico del presente sujeto. A medida que avancen los días se irán escribiendo y presentando las secciones que ocupará este espacio, que espero actualizar con regularidad, siempre y cuando las condiciones mentales, físicas e “internáuticas” lo pemitan.

Todos sois bienvenidos a “Cantautores mudos”: hombres, mujeres, humildes, enamorados, amantes, solitarios, bribones, melancólicos, vividores, promiscuos, triunfadores, perdedores, alcohólicos, soñadores, etc. Es decir, cualquier persona, con todo lo que eso conlleva.

Si queréis comentar, preguntar o sugerir, el estudio está a vuestra disposición. Igualmente, podéis contactar a través de la dirección electrónica indicada en el perfil.

Gracias por vuestra atención.
La puerta de esta nueva habitación 134, de este estudio, está abierta: poneos cómodos, pues esto acaba de empezar. Puede que termine pronto, no lo sé, pero al fin y al cabo, acaba de empezar.

Agradecimientos a Andrew Pyott en la realización de la cabecera y otros tutoriales.


ecoestadistica.com