martes, septiembre 26, 2006

Historias de piano

Capítulo IX: La última clase

Sabía que se estaba enamorando: las notas cambiaban de nombre otra vez. Ninguna mujer había conseguido dejarle sin réplicas en la boca, aquella rubia del mechón largo sobre el ojo izquierdo no era una mujer cualquiera. Y seguía sin saber nada de ella, ni su maldito nombre, sólo algunos detalles que nada aclaraban, confundían. Tenía la sensación de que mientras más la viese, más la desconocería. Si no averiguaba más sobre esa mujer sería una derrota aplastante, una incógnita de por vida que lo volvería loco. No sabía si lo que pensaba era fruto de un enamoramiento ilusorio y difuso (imposible, había dejado de amar de esa forma desde hace años), o si sólo era ambición, rabia y venganza porque aquella mujer le había arañado el orgullo. Y dejó ese pensamiento en el aire, tuvo que dejarlo al margen, de forma voluntaria o forzada: pues el próximo encuentro con la mujer rubia del mechón sobre el ojo no se produciría hasta mucho tiempo después. Bastante tiempo, pero sería un encuentro decisivo… a medias, claro; y en condiciones muy distintas.

Por otro lado, las clases con Verónica se habían vuelto insoportables para Arturo. La chica era cada día menos manejable: no estudiaba, sólo iba a su casa para revelar intimidades, para curiosear. A Arturo la situación antes le parecía, en cierto modo, curiosa y divertida, esperando tarde o temprano destapar las intenciones de aquella chica de veintipocos. Llevaba siendo su profesor nueve semanas y nada había descubierto... Arturo se empezaba a cansar de Verónica, de sus caprichos y acosos. En la última clase, la alumna se atrevió a acercarse más al pianista, rozándole los senos escotados en el brazo, cuando Arturo puso su mano sobre la de ella en el teclado para indicarle un movimiento de dedos. En ese momento, Verónica le cogió las manos y le preguntó si, éstas, era lo que más quería. Él no quería formar parte de ese juego. Así que lo dijo claramente, como siempre hace.
- Se acabaron las clases, Verónica.
La chica empezó a reírse.
- ¿Por qué? ¿Ahora qué te pasa Arturo?
- No estudias, no estás interesada en el piano. No quiero seguir.
- Eso ya me lo dijiste y te convencí: quiero seguir con las clases, yo pago.
- Y yo te avisé que seguir con las clases dependía de ti -contestó Arturo rotundamente-. No hay que discutir más.
Verónica bajó la cabeza, sensiblemente afectada, encogiendo todo su cuerpo de forma delicada y teatralizada, como una flor venenosa marchitándose.
- Es que… estos últimos días he estado muy triste, perdona. Y quería animarme contigo.
Arturo no se movió, pendiente de cómo seguiría la treta de Verónica.
- He cortado con mi novio -continuó-, y fue una ruptura violenta, estaba muy cansada y este mundo tuyo tan personal me evade bastante…
- Yo soy tu profesor de piano, no tu psicólogo -la interrumpió Arturo-. No me interesa lo que te ha pasado con tu novio, aquí se viene a aprender música.
La sequedad de la frase de Arturo irritó profundamente a Verónica, se levantó de la butaca y se dirigió a la puerta. Allí se detuvo.
- ¿Quién es Blanca? -preguntó.
- ¿Por qué lo preguntas?
- Hace unos días -empezó a decir Verónica-, miré tus partituras de la banqueta y encontré una con su nombre.
- No me gusta que registren mis cosas, sal ya.
Verónica permaneció inmóvil apoyada en la puerta, la seriedad de Arturo no había roto aún su orgullosa coraza. Se miraron largo rato, clavados en el suelo, esperando cada uno a que el otro abandone la batalla.
- En el fondo quieres que me quede -rompió el silencio Verónica.
- De modo que crees eso...
- Te gusta que esté detrás de ti, he visto cómo me miras, furtivamente, pero lo haces. No puedes negarlo.
- Esto es ridículo. Ha sido divertido, pero ya me cansé.
- Volveré el próximo día -insistió Verónica.
- No.
- ¡Sí!
Arturo fue veloz hacia la puerta, Verónica se asustó ligeramente por tan decisivo movimiento e intentó ocultar su pasmo. El pianista se detuvo delante de Verónica, ésta le llegaba hasta la barbilla.
- Repite todo lo que me has dicho -susurró Arturo.
Verónica tragó saliva, empezó a sudar… mordió los labios, haciéndose la fuerte.
- Te atraigo. Quieres que me quede.
- Eso piensas, muy bien.
No pudo verlo, ni cuándo ni cómo se abalanzó… sólo pudo sentir los labios de Arturo apretados fuertemente contra los suyos. El pianista la besó unos diez segundos. Verónica ya no podía disfrazar su nerviosismo, su cuerpo bombeando de miedo o pasión, no lo sabía.
- Eso es lo que querías, ¿no? -dijo Arturo con la misma calma y dominio que antes-. Y según tú, yo también. Ya está hecho, ya te puedes ir.
Verónica no pudo contra eso, miró a Arturo con odio, con auténtico odio e impotencia; alzó la mano para abofetearlo, pero el pianista detuvo fácilmente su mano llena de anillos y pulseras y la oprimió. Ella apretó los dientes y, cuando Arturo liberó su muñeca salió corriendo de la casa.
El portazo sonó como una advertencia, entonces Arturo recordó que Verónica viene del griego: victoria.

Al caer la noche, Arturo llamó a Dani y a Susana para cancelar una cena con ellos, cita en la que su mejor amigo le volvería a decir que la sala Verdi no había contado con él para la nueva temporada de conciertos. Se sentía muy mal, no sabía porqué, pero estaba deprimido y furioso. Se dio cuenta entonces de que le dolía las manos; se las miró largo rato… Ciertamente, era lo que más quería.

jueves, septiembre 21, 2006

La batalla contra Kirby

(Desvaríos noctambulares)

Me sentí defraudado conmigo mismo. Ahora mismo aprieto los dientes. Me afecta mucho combatir contra algo, no poder defenderme como espero me debilita.

Hoy llegaron a mi casa dos vendedores a domicilio con previa cita concertada para demostrar a mi madre la eficacia de un producto de limpieza llamado Kirby. Cuando mi madre me anunció que habían llegado y que se trataba de Kirby me sentí estafado. Esa máquina pertenece a la empresa del mismo nombre: Kirby, una multinacional norteamericana del viejete pero multimillonario Jim Kirby, amigo íntimo de Bill Gates y cuya empresa tiene afiliadas a McDonnalds, Coca Cola y demás súper marcas de importante dominio económico.
¿Que cómo sé todo esto? Porque este verano hice una entrevista de trabajo para esta empresa. Me seleccionaron y me informaron, junto a mis demás compañeros, de la procedencia de la marca, su poder, su influencia, sus grandes posibilidades de trabajo, las inmejorables condiciones… toda una maravilla, vaya. Cuando supe que mi trabajo consistía en vender esa máquina con apariencia de aspiradora (de hecho lo es) con 64 funciones (entre las que están pintar, extraer ácaros y hasta dar dudosos masajes) a domicilios de clase media por el precio de 2900 euros me negué. No quiero convencer a nadie de que compre algo, no podría nunca, sería nefasto en ese empleo. Menos aún si es un producto de una empresa de ese tipo. Me parece mal enriquecerlas todavía más, no quiero contribuir a ello. Encima, ya seleccionados para el cursillo de preparación y empezar a trabajar, teníamos que dar un listado de números de teléfono de familiares para ellos. Eso me pareció fatal. Cierto es que todos fueron muy amables, que las condiciones de trabajo eran buenas, pero me parecía mal trabajar para Kirby, lo de los números de teléfono me echó para atrás definitivamente.

Por eso, al saber que eran ellos pensé: ¿han usado mi número de teléfono que dejé en mi currículum para ir a mi casa y vender la máquina? Encima yo fui el tonto que aceptó por teléfono el día anterior: para nada me dijeron el nombre de la empresa, me informaron de que era una demostración de productos de limpieza, totalmente gratuita, no había que comprar nada y que necesitaban 60 voluntarios. Pensé que era para estadísticas y que simplemente necesitaban presentar y preguntar sobre productos de limpieza, así que acepté "ayudarles" (ingenuo imbécil). De todos modos, volvieron a llamar hasta cinco veces más para poder hablar con mi madre, para asegurar y reasegurar la cita y, por si fuera poco, confirmar la presencia y la hora bajo la palabra de mi hermana, que por cierto, es menor de edad. Mi madre aceptó (sin saber, claro está, que se trataba de Kirby), pero, eso sí: avisó que no iba a comprar nada,
a pesar de que la chica volvió a insistir que no se trataba de comprar.

Los dos vendedores eran: una persona que trabajó como enfermero y un chico joven argentino que no dijo más de cinco palabras. Sacaron la máquina y empezaron a enseñarle a mi madre algunas de las funciones, verificando la superioridad y la eficacia del brillante cacharro frente a los productos de limpieza convencionales. Yo no quería ni verlo, así que estuve leyendo en mi cuarto. Cuando terminaron la demostración (tres horas más tarde, la chica teleoperadora dijo una hora), yo salí para oír el "no puedo" de mi madre. Empezó a preguntar el hombre si estaba interesada, que podrían hacer ofertas, cómodos plazos, que si era una máquina de primera necesidad, que el ahorro era significativo (el cacharro verdaderamente es bueno y hace de todo y bien, con 35 años asegurados de vida, según prometen). Luego, el vendedor procedió a la práctica sucia que me hicieron a mí: que mi madre le diera números de teléfono de otras personas cercanas a ella y que crea que estarían interesadas. Mi madre no quiso dar ninguno, el hombre preguntó que porqué no, insistiendo. Y entonces participé en la conversación: “Verá, es que me parece mal que una empresa tan poderosa vaya sacando números de teléfonos a sus posibles clientes, comprometiendo a sus persona allegadas”. Él me dijo que es que funcionaban por boca a boca porque nadie se creería lo que hacía la máquina sin verla (un boca a boca un tanto forzado, vaya: ¿por qué no es al revés: por qué no son ellos los que dan el teléfono y es mi madre la que se lo da a sus familiares y amigos si están interesados?). Que ellos no conseguían los teléfonos por agendas (no, claro, ¿y por currículums?). El vendedor me preguntó
si consideraba cara la máquina. Alegué que lo era, y que aunque no dudaba de su calidad, era demasiado dinero para confiar en ella y su vida de 35 años. Él contraatacó con que si había certificados que lo demostraban, que la gente lo compraba, hizo cuentas demostrando que salía rentable, etc. Yo insistí en que era una pijotada y que en nuestro caso, preferíamos seguir con los cristasoles, aunque no tan eficaces, y usar los 2900 € para cosas más necesarias. Así que el muy cabrón se atrevió a decir que si no lo compraría siquiera por la salud de mi hermana, que es alérgica y que me fijara en la montaña de ácaros que había sacado aspirando el colchón de la cama. Yo le dije que seguro que había otro modo de hacerlo sin la máquina. Me lo negaba, que no había máquina que lo hiciera… Entonces le peguntamos mi madre y yo que, si la máquina era tan buena y sana, que porqué no la vendían a un precio más asequible y cómo es que tiene como filial a McDonnals que, desde luego, no tiene alimentos muy sanos. Sí, el tema ya iba por derroteros raros, pero decidí no hacerle más caso al vendedor, porque demostró por sus propias palabras que estaba trabajando sólo por la pasta que conseguía en ese trabajo… Ya lo sé, es obvio, pero me pareció impresionante su confesión porque tuvo la hipocresía de contarnos que había sido misionero en no sé cuántos países (ah, qué bien, ayudando a los más pobres y te pones ahora a trabajar en una multinacional como Kirby que tiene aplastado, junto a sus filiales, los países a los que has ayudado con tanta generosidad). Lo que estaba entre paréntesis no lo dije, claro, y me arrepentí de no habérselo escupido a la cara.

Algunos temas volvieron a salir, una y otra vez… Por si fuera poco, hablándonos de las maravillas de su trabajo como vendedor en la empresa Kirby, me ofreció a mí y a mi hermano trabajar para ellos. “Sería por enchufe, claro… pero os animo”, dijo él, haciéndose el generoso. ¡Y una mierda! Que sé que estáis contratando a cualquiera, que por eso fui a una entrevista… No le dije eso tampoco, no quise decirle que conocía la empresa porque fui un candidato. Menuda treta, el enchufe...


Finalmente, en oratoria, el vendedor me había ganado, porque no me atreví, por educación y debilidad, a ser más duro con mis réplicas. Se fueron, y todos nos dimos las gracias.

Dejo cosas en el tintero, pero sería una historia demasiado larga. Luego llegó mi hermano y le contamos todo. Me dio la razón con su fuerte, puro, sano y decidido carácter idealista. "Menos mal que al menos le dijiste todo eso", me animó.

Me levantaron el ánimo sus palabras, pero sigo sintiéndome débil, triste y defraudado: un idealista ingenuo.

lunes, septiembre 18, 2006

Excusas de un quejica

(Desvaríos noctambulares / Tinta fresca)


Se ha acumulado el polvo en el estudio. Vale, reconozco que siempre lo ha habido, pero no en estas proporciones. El blog ha quedado un poco abandonado, sí… y me entristece, pues es como quitarle a un depresivo su medicación.

Resulta que el pequeño señor Chow se ha dedicado poco en
las dos últimas semanas a sus simples deleites y menesteres, arrojado de nuevo (hacía falta) al mundo laboral, en condiciones ilegales, de modo intenso y mal pagado. Y casi todos sabréis que es una situación cargante y un tanto decepcionante. Con el dedo índice izquierdo herido, un músculo del brazo dolido, una espalda quejumbrosa y un hedor desagradable. Como extra, a las horas de libertad hay que añadir un estudio urgente de septiembre apresurado y de escasa organización.


Por lo tanto, la fórmula no falla:

Trabajo (de dudosas condiciones) + Estudio + Preocupaciones rutinarias íntimas y existenciales = Dejadez y apagón personal.

Es decir, el blog ha sufrido un abandono.


Pero, la por momentos, intensa etapa laboral está llegando a su fin. Sí, soy un quejica, por lo que escribo parece que me han secuestrado unos piratas y que me han encadenado en una fábrica china con niños pequeños… No quiero ni compararme con estas criaturas, maldita sea, al pensar en ellos me deprimo. Pero reconozco que soy débil y triste, pequeño y flacucho.
Así que, dentro de un par de días, si las condiciones lo permiten, volveré a escribir con la regularidad acostumbrada. Que estéis aquí es otra cosa. Habrá que limpiar el estudio, y se limpia escribiendo, al menos en su versión cibernética.



Hasta mañana, pasado, o al día siguiente de pasado mañana.





Gracias a los que habéis seguido entrando en busca de nuevos contenidos.

domingo, septiembre 10, 2006

Bella Stella

(Desvaríos noctambulares)

Su italiano se fue y enseguida supo que el romance finalizó. Como una bonita y corta canción de Rita Pavone.

Conocimos a dos italianos en la playa, jugando al voley. Nos despellejamos las rodillas, pero a ella eso no le importaba. Ya ves, estudia con devoción traducción e interpretación de inglés, el italiano por otra parte, un petit de français…, un año atrás se enamoró del paisaje y el arte italiano, y ese día, en la costa, se encuentra con aquellos dos simpáticos del país de la bota para practicar su básico pero resistente italiano. Nada mejor para ella.
Como quería seguir manejando el idioma y el encuentro había sido muy agradable, al día siguiente quedaron. Yo ya no pude ir, pero me hubiese gustado verlos. Pasaron otro buen día de playa y se intercambiaron los números de teléfono. Por la noche volvieron a quedar, ella trajo una amiga y el lenguaje italiano se combinó con pasos de bailes, chiringuitos abarrotados, licores tentadores y paseos nocturnos.

Pero había cierta chispa especial entre ella y uno de los italianos. Y, claro, mucho parlare parlare hasta que llegó un momento en el que se practicaba el silencio más que el idioma. No por falta de lengua, sino porque ésta también se dedica a enlazar comunicación sin usar la fonología.

Cómo no: tercer día, y nueva cita…

Hasta que los italianos se tuvieron que marchar. Y eso, a ella, le dolió. Y en esos estados se beben algunas lagrimillas.
Al día siguiente me confesó que nunca le había pasado eso, que ella no creía en enamoramientos de tres días. Pero que, mírala, había sido algo muy grande.
Lo único que le dije fue que, a medida que pasara el tiempo, los meses y los años, ella se acordaría de ese romance como si fuese de película. Intenso, dulce y corto, en el que todo era perfecto y no dio tiempo para ninguna discordancia, como en Antes del amanecer. Que no muchos podían presumir de algo así, de algo tan idílico, tan redondo, tan perfecto. Y que, por eso, su recuerdo se tornará cada vez más inmenso.
Ella sabe que va a ser así, por eso creo que brilla más, es una Stella.

martes, septiembre 05, 2006

Hace tanto tiempo (V)

(Relatos bajo el flexo)

El siguiente relato, al contrario que los otros que escribo, tiene la peculiaridad de ser un cuento compartido: cada capítulo ha sido escrito por un autor diferente. Por tanto, se recomienda leer los capítulos anteriores para su total comprensión:



V

Era hora de actuar, las investigaciones no daban para más. Tenía aún la cabeza revuelta por falta de sueño, alimentación, sobredosis de cafeína… ¿de verdad había tenido hace unas horas la sensación de ser controlado? “Control mental”, recordó, y por un momento, se le vino de nuevo la ilusa idea de que Marta, de alguna manera, estaba llamando su atención.

Para aclararse, fue a un bar de la calle a reponer fuerza
s. La escasa información que el gobierno proporcionaba acerca del departamento de Control mental indicaba que era una sección de gestión de documentos y diversas tareas administrativas de complicada maniobra humana. Estos trabajos estaban asignados a convictos controlados mentalmente, tal era la pena por sus delitos. Pero, claro está, testigos clandestinos afirmaban que, en verdad, servía como tapadera para mermar la inteligencia de rebeldes contra el sistema, de sabios, artistas y científicos con más de una revelación o teoría prohibida que haría tambalear el sistema entero. Si Marta pertenecía al segundo grupo, puede que jamás la dejen marchar.

Acabó un mohoso sándwich y fue directo a la planta de Control mental en busca del responsable. Allí lo dejaron esperando veinte minutos en una incómoda butaca: brillante tecnología la de mitad del siglo XXI, pero no saben hacer una maldita silla en condiciones. De pronto, una mujer salió de un acceso restringido. Un momento ¿de verdad era… una persona? Aquella chica se movía como un robot, sus articulaciones eran forzadas, los movimientos de una muñeca de juguete eran más naturales que los de aquella mujer. La siguió lentamente por el pasillo hasta una enorme puerta de acero con reconocimiento láser, que se abrió tras leer la frente de la extraña mujer. Sólo pudo ver unas décimas de segundo hasta que volvió a cerrarse, pero nadie podía negar lo que vio: una enorme sala con largas hileras de personas automatizadas, de hombres y mujeres robots esclavizados.
- Le dijeron que no podía moverse de su asiento
-dijo alguien detrás de él. Se volvió y encontró a una persona alta en bata blanca y con gafas-. Soy el responsable de la planta, debería haberme esperado -repitió más seriamente.
- ¿Qué era esa sala?
- La sala de Control mental, donde los convictos trabajan en armonía para la sociedad que tanto le quitó. La deuda perfecta, ¿no le parece?
- Si, anular el pensamiento fue el eterno sueño del poder dirigente.
Aquella frase le molestó al encargado, así que fue directo:
- ¿Qué desea?
- Busco a la ciudadana 999999.

- A la 999999 -repitió con interés, ¿sabía quién era sólo con el número?-. Llega puntual. Hoy mismo termina su condena.
- ¿Hoy? -preguntó extrañado, de nuevo pensó en la ilusión de haber sido llamado por ella-. ¿Qué delito cometió?
- Información confidencial. ¿Y qué relación tiene usted con ella? -inquirió el encargado.
- Información personal.
- Comprendo… -el encargado enderezó sus gafas-. Pero la normativa expresa que para llevársela debe demostrar que es familiar suyo.

- ¿Es que no puede salir ella sola?
- No, las personas expuestas al control mental no recuperan su estado natural.
Aquello lo heló. Recuperó el aliento; para sacar a Marta de allí tuvo que demostrar su relación con ella a base de fotografías y cartas escritas. Esa noche se la traerían a casa.

A medianoche abrió la puerta de su casa y allí la
tenía ante él... Igual que en el sueño que había tenido antes, aquel en el que ella venía a su casa como en la última cita. Pero aquella Marta que tenía presente era muy distinta. Él la miró fijamente, sus ojos azulados perdieron brillo, tenían la mirada perdida, la cabeza inclinada, no respondía por sí misma, interactuaba por instinto, parecía ser. Él empezó a hablarle, a contarle recuerdos en busca de una respuesta coherente:
- Hace tanto tiempo. No puedo creer que estés aquí. ¿Pero qué te han hecho? Por favor, dime que te acuerdas de mí -y decidió atacar con la máxima carga emocional-. ¿Sabes que te quiero?

Pero no hubo respuesta. Sin embargo, el sistema de Control mental tenía un fallo que ni siquiera sus creadores conocían. El estado mental de Marta, de cualquiera persona dominada por el control mental, no era mermado por completo. Los estímulos que recibían eran manifestados tardíamente, eran mentes con sentimientos retardados. Por eso, Marta, en la noche, sola en un rincón de la habitación, respondía en el silencio:
“Hace tanto tiempo… sí… me atraparon… me acuerdo… yo también”. Y sonreía.




El siguiente capítulo lo escribe Papa Pan.
Y la resolución del relato de nuevo a cargo de Terminus.


Ilustración de Samagarú.
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