Historias de piano
Capítulo III: Teclas blancas, teclas negras
Arturo tomaba el café de la mañana mientras escribía una partitura, entre sorbo y sorbo añadía notas, figuras o repasaba en el piano lo que llevaba compuesto. No le decepcionó demasiado el hecho de que no consiguiese un hueco en el nuevo programa de conciertos de la sala Verdi, sabía que su amigo Dani lo había intentado. El pianista pensaba que quizás nunca conseguiría darse a conocer; de todos modos, tocar en la sala Verdi era pedir demasiado, sólo un pianista de entre cien lo conseguiría. Entre pensamientos, recordó la mujer que animó finalmente la noche: aquella misteriosa mujer de negro, la rubia de la lluvia, la del largo mechón que ocultaba su ojo izquierdo. Pensó un momento en ella y se arrepintió de haberse marchado anoche tan pronto. Su mirada se le clavó, recordaba sus labios brillantes al moverse y su cálida y sensual voz… Ya era demasiado tarde, no tenía su teléfono, ni siquiera su nombre.
El café había perdido su aroma y el humo ya no subía en volutas, dio otro sorbo y estaba helado. Cuando dejaba la taza en el fregadero, alguien llamaba. Irene, la encantadora alumna de once años, apareció tras la puerta.
- Hola Irene.
- Hola Arturo -contestó la niña con una dulce sonrisa.
- ¿Cómo estás, señorita?
- Bien.
- ¿Lista para tocar?
- Sí, ya tengo entera la de Czerny… -añadió entusiasmada Irene.
- Bien, pues veamos ese estudio.
La niña se sentó al piano, sus pies aún no llegaban a los pedales, sobre el atril abrió el libro por el estudio correspondiente… se detuvo un instante y preguntó:
- ¿Hago antes escalas?
- Por supuesto –remarcó con teatralidad Arturo- ¿Cuál tocaba hoy?
- La mayor.
- La mayor… ¿y cuántas alteraciones tiene La mayor?
- Tres sostenidos –Irene señaló con el dedo las tres teclas-: Fa, do y sol.
- Muy bien. Pues adelante, señorita.
Irene vaciló un momento colocando las manos en el teclado, cuando estuvo convencida de haberlas posicionado adecuadamente, comenzó a tocar la escala desde una octava grave.
- Muy bien marcado -evaluó Arturo una vez hubo finalizada la escala-, pero no balancees tanto el cuerpo ¿vale?
- ¿Por qué no se puede mover el cuerpo?
- Mira, hay dos tipos de pianistas: los que bailan el cuerpo y los que no.
- ¿Y porqué no puede bailar el cuerpo?
- Porque si quieres bailar, haces baile, querida –sonrió Arturo-. Además, académicamente, no es muy correcto balancear el cuerpo.
- ¿Y tú no bailas?
- Sí, yo sí bailo.
La niña abrió la boca como si su profesor hubiese dicho una barbaridad, pero reflexionó un segundo.
- Entonces yo también puedo bailar.
Arturo se rió y pidió a la niña que tocara el estudio de Czerny, luego se sintió satisfecho, pues si la niña movía su cuerpo cuando tocaba el instrumento sólo podía ser por dos motivos: por impaciencia y aburrimiento o porque tenía sensibilidad musical. En el caso de Irene era lo segundo.
En la habitación del pianista flotaba la invisible armonía de Czerny, Arturo corrigió a su alumna en varios pasajes, aclarando algunos movimientos de dedos, algunas notas que se escapaban a los ojitos de la niña y un par de apuntes rítmicos. Más de la mitad de la clase había pasado en un santiamén. Irene tomaba un zumo con pajita y descansaba observando a su profesor, que ojeaba el libro de partituras. Estuvo un rato así, callada y sorbiendo de la pajita el líquido. De pronto preguntó:
- ¿Por qué las teclas son blancas y negras?
Arturo se giró y la miró en silencio, la niña esperaba la respuesta.
- ¿No sabes por qué las teclas son blancas y negras? –teatralizó sorprendido Arturo.
- No, dímelo por favor.
- Presta mucha atención… -Arturo señaló con los dedos el teclado-. Teclas blancas, teclas negras. Blanco y negro: ¿qué son?
- Dos colores… -y añadió tras unos segundos- colores contrapuestos.
- Efectivamente, alumna mía. Blanco y negro, dos colores contrapuestos. ¿Y qué te sugiere cada color?
- El blanco… ¿luz?
- Interesante, continúa…
- Y el negro pues oscuridad.
- Muy bien, Irene: dos colores contrapuestos, dos valores también contrastados. A partir de ahí, imagina cuántos símbolos contrapuestos podemos considerar: alegría, tristeza; amor, odio; soledad, compañía; día, noche; calidez, frialdad; inmensidad, brevedad; afección, repulsión; realidad, ensoñación; riqueza, pobreza; interés, hastío; condena, perdón; molestia, placer; consuelo, dolor…
La niña escuchaba estupefacta a su profesor, Arturo continuaba con su monólogo:
- ¿Ves? Blanco y negro –Arturo recorrió el largo teclado con las dos manos-. Y todas esas sensaciones, emociones y todos esos pensamientos que permanecen entre ese contraste están escondidos en las ochenta y ocho teclas del piano. Por eso las teclas son blancas y negras, porque son los extremos de todo lo que hay dentro de sus escalas.
En la habitación se hizo el silencio, que rompió la angelical voz de Irene.
- Y… y… -titubeó la niña entre pensamientos- ¿cuando toco una canción sale todo eso?
- Depende de la obra y de su intérprete u oyente –Arturo se acercó al rostro de Irene y susurró-: cuando toques una obra, piensa en lo que te sugiere, en todo lo que sale debajo de las teclas.
La niña asintió con la cabeza solemnemente, como si Arturo le hubiese revelado el secreto más valioso del mundo.
- ¿Y cuando componga podré sugerir yo cosas?
- Por supuesto que sí.
Irene, nuevamente, permaneció muda unos instantes, mirando el teclado de teclas blancas y negras como si fuese insuficiente, ya que, al fin y al cabo, sólo son ochenta y ocho teclas para algo tan grande como la música y sus evocaciones.
- Pero Arturo, ¿y si termino con todas las canciones?
Arturo tomaba el café de la mañana mientras escribía una partitura, entre sorbo y sorbo añadía notas, figuras o repasaba en el piano lo que llevaba compuesto. No le decepcionó demasiado el hecho de que no consiguiese un hueco en el nuevo programa de conciertos de la sala Verdi, sabía que su amigo Dani lo había intentado. El pianista pensaba que quizás nunca conseguiría darse a conocer; de todos modos, tocar en la sala Verdi era pedir demasiado, sólo un pianista de entre cien lo conseguiría. Entre pensamientos, recordó la mujer que animó finalmente la noche: aquella misteriosa mujer de negro, la rubia de la lluvia, la del largo mechón que ocultaba su ojo izquierdo. Pensó un momento en ella y se arrepintió de haberse marchado anoche tan pronto. Su mirada se le clavó, recordaba sus labios brillantes al moverse y su cálida y sensual voz… Ya era demasiado tarde, no tenía su teléfono, ni siquiera su nombre.
El café había perdido su aroma y el humo ya no subía en volutas, dio otro sorbo y estaba helado. Cuando dejaba la taza en el fregadero, alguien llamaba. Irene, la encantadora alumna de once años, apareció tras la puerta.
- Hola Irene.
- Hola Arturo -contestó la niña con una dulce sonrisa.
- ¿Cómo estás, señorita?
- Bien.
- ¿Lista para tocar?
- Sí, ya tengo entera la de Czerny… -añadió entusiasmada Irene.
- Bien, pues veamos ese estudio.
La niña se sentó al piano, sus pies aún no llegaban a los pedales, sobre el atril abrió el libro por el estudio correspondiente… se detuvo un instante y preguntó:
- ¿Hago antes escalas?
- Por supuesto –remarcó con teatralidad Arturo- ¿Cuál tocaba hoy?
- La mayor.
- La mayor… ¿y cuántas alteraciones tiene La mayor?
- Tres sostenidos –Irene señaló con el dedo las tres teclas-: Fa, do y sol.
- Muy bien. Pues adelante, señorita.
Irene vaciló un momento colocando las manos en el teclado, cuando estuvo convencida de haberlas posicionado adecuadamente, comenzó a tocar la escala desde una octava grave.
- Muy bien marcado -evaluó Arturo una vez hubo finalizada la escala-, pero no balancees tanto el cuerpo ¿vale?
- ¿Por qué no se puede mover el cuerpo?
- Mira, hay dos tipos de pianistas: los que bailan el cuerpo y los que no.
- ¿Y porqué no puede bailar el cuerpo?
- Porque si quieres bailar, haces baile, querida –sonrió Arturo-. Además, académicamente, no es muy correcto balancear el cuerpo.
- ¿Y tú no bailas?
- Sí, yo sí bailo.
La niña abrió la boca como si su profesor hubiese dicho una barbaridad, pero reflexionó un segundo.
- Entonces yo también puedo bailar.
Arturo se rió y pidió a la niña que tocara el estudio de Czerny, luego se sintió satisfecho, pues si la niña movía su cuerpo cuando tocaba el instrumento sólo podía ser por dos motivos: por impaciencia y aburrimiento o porque tenía sensibilidad musical. En el caso de Irene era lo segundo.
En la habitación del pianista flotaba la invisible armonía de Czerny, Arturo corrigió a su alumna en varios pasajes, aclarando algunos movimientos de dedos, algunas notas que se escapaban a los ojitos de la niña y un par de apuntes rítmicos. Más de la mitad de la clase había pasado en un santiamén. Irene tomaba un zumo con pajita y descansaba observando a su profesor, que ojeaba el libro de partituras. Estuvo un rato así, callada y sorbiendo de la pajita el líquido. De pronto preguntó:
- ¿Por qué las teclas son blancas y negras?
Arturo se giró y la miró en silencio, la niña esperaba la respuesta.
- ¿No sabes por qué las teclas son blancas y negras? –teatralizó sorprendido Arturo.
- No, dímelo por favor.
- Presta mucha atención… -Arturo señaló con los dedos el teclado-. Teclas blancas, teclas negras. Blanco y negro: ¿qué son?
- Dos colores… -y añadió tras unos segundos- colores contrapuestos.
- Efectivamente, alumna mía. Blanco y negro, dos colores contrapuestos. ¿Y qué te sugiere cada color?
- El blanco… ¿luz?
- Interesante, continúa…
- Y el negro pues oscuridad.
- Muy bien, Irene: dos colores contrapuestos, dos valores también contrastados. A partir de ahí, imagina cuántos símbolos contrapuestos podemos considerar: alegría, tristeza; amor, odio; soledad, compañía; día, noche; calidez, frialdad; inmensidad, brevedad; afección, repulsión; realidad, ensoñación; riqueza, pobreza; interés, hastío; condena, perdón; molestia, placer; consuelo, dolor…
La niña escuchaba estupefacta a su profesor, Arturo continuaba con su monólogo:
- ¿Ves? Blanco y negro –Arturo recorrió el largo teclado con las dos manos-. Y todas esas sensaciones, emociones y todos esos pensamientos que permanecen entre ese contraste están escondidos en las ochenta y ocho teclas del piano. Por eso las teclas son blancas y negras, porque son los extremos de todo lo que hay dentro de sus escalas.
En la habitación se hizo el silencio, que rompió la angelical voz de Irene.
- Y… y… -titubeó la niña entre pensamientos- ¿cuando toco una canción sale todo eso?
- Depende de la obra y de su intérprete u oyente –Arturo se acercó al rostro de Irene y susurró-: cuando toques una obra, piensa en lo que te sugiere, en todo lo que sale debajo de las teclas.
La niña asintió con la cabeza solemnemente, como si Arturo le hubiese revelado el secreto más valioso del mundo.
- ¿Y cuando componga podré sugerir yo cosas?
- Por supuesto que sí.
Irene, nuevamente, permaneció muda unos instantes, mirando el teclado de teclas blancas y negras como si fuese insuficiente, ya que, al fin y al cabo, sólo son ochenta y ocho teclas para algo tan grande como la música y sus evocaciones.
- Pero Arturo, ¿y si termino con todas las canciones?
5 Comments:
Viajé leyendo este post. Oí sus voces mezcladas a los acordes de ese piano; imaginé sus expresivos rostros. Comunicándose los tres, la alumna, su profesor y la musica.
Una preciosidad.
Mis saludos, Cantautor-no-mudo.
Todo eso que ocultan las teclas del piano, y que se esconde también detrás de las cuerdas de una guitarra, o que acecha en la punta de un lápiz y que se intuye también en todo lo que escribes.
Un abrazo.
Comprendéis lo que significa emborracharse de poesía?
Marea.
Y la resaca pide bis.
Mis saludos y respetos.
A ti hay que echarte de comer a parte, como a los gatos, señor chow. Conseguiste que te visite a diario, así que me tomo la confianza para recomendarte.
Hasta pronto
Insanity: Pues a seguir emborránchose de poesía, que haya bis, que nos dé el coma etílico...
Mis saludos...
Gabi: Todo eso que ambos experimentamos continuamente, buscando nuevas melodías y palabras con sensaciones y ambigüedades.
¡Un abrazo a ti también!
Sabejal: Qué gran honor que cada día dediques una mirada a este humilde estudio, ¡espero que me dure la racha!
Miau
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