Historias de piano
Capítulo II: La mujer del mechón sobre el ojo
Llovía bastante esa noche, sin furia pero con pesar. Aun así, unas insistentes pero simples gotas de agua no son suficientes para desanimar a los noctámbulos que necesitan el brillo de la luna y un par de copas para poder sobrellevar la noche o, peor aún, sus vidas. Desde hace ya un tiempo, Arturo vivía más por la noche que por el día, porque experimentó que la nocturnidad altera de manera sobrenatural algunas almas, al igual que las teclas negras del piano son las alteraciones de las notas.
Ocultando el rostro bajo el paraguas, Arturo caminaba por las calles del centro en dirección al Café Jazz. Charcos odiosos, de esos que te empapan por completo el zapato y todo lo que tengas dentro de él se habían acumulado por las aceras. Arturo bañó un zapato en una de las piscinas de la calle, maldijo y levantó la mirada… A lo lejos, divisó una silueta delgada, la de una mujer que permanecía inmóvil en el extremo de la larga calle. La luna, encima de ella, ribeteaba un halo místico alrededor de la figura; el cuello extendido, empapándola, como si suplicara al cielo. Arturo siguió escudriñando la silueta femenina y ésta, de repente, repara en él. El pianista, con gesto amable, señala su paraguas en ofrecimiento; la figura empapada inclina la cabeza y se marcha tras una cortina de lluvia… Extrañado, Arturo sigue su camino.
El letrero de neón del Café Jazz lo deslumbraba, era muy característico: un saxo imitaba la letra “j” y las letras consecutivas ascendían como notas en los espacios pentagrama de líneas azules. Cuando el pianista llegó, Dani lo esperaba en una butaca de la barra.
- Llegas tarde, no tengo mucho tiempo –le dijo su compañero tras un sorbo de cerveza.
- Lo siento –se disculpó Arturo mientras tomaba asiento al lado. Arturo pidió un vodka.
- Supongo que ya lo veías venir: no hay hueco para la nueva temporada del Verdi –Dani agitó las manos en el aire-. Créeme, lo he intentado, pero nada…
- No pasa nada, bastante que te has molestado en preguntar.
- Tendrás que seguir tocando en lugares más escondidos hasta que el tiempo muestre a la gente tu genialidad. Tú sigue con lo tuyo y pronto estaremos aquí brindando tu éxito y emborrachándonos.
- Si ya nos emborrachamos.
- ¡Cierto! Pero en ese momento lo haremos con estilo –Dani ojeó su reloj de pulsera-. Perdona que me vaya tan pronto, pero Susana no está de humor como para que vuelva a altas horas de madrugada. Y anímate hombre, últimamente te veo desanimado.
- No es nada. Nos vemos, amigo.
- Brindaremos pronto, Arturo.
Y alzando la copa a su amigo, Dani dio el último sorbo de cerveza, se giró y salió del Café Jazz dejando tras de sí al abrir la puerta una corriente de aire helado que olía a mojado. Arturo se quedó solo con su vodka. Decidió no quedarse demasiado rato, mañana tenía que dar clase por la mañana y tenía que estar presentable, sobre todo para una niña de 11 años. Por encima del rumor de habladurías comenzó a sonar una curiosa versión jazzística de Para Elisa. Arturo bebió escuchando las sincopadas notas hasta que una sensual voz de mujer le hizo volver de su sopor.
- ¿Puedo sentarme aquí, caballero?
Una mujer rubia, alta y delgada, vestida de negro, se había sentado en la butaca que dejó libre Dani. Con una amable sonrisa, Arturo respondió a la proposición:
- Puedes sentarte, y casi me atrevería decir que debes –la frase hizo reír a la mujer. Arturo aprovechó el comienzo para continuar la conversación-. ¿La conozco de algo?
- No, pero quería agradecerte que quisieras compartir tu paraguas con una desconocida.
- Así que eras tú la mujer de la lluvia. ¿Te mojaste demasiado?
- No mucho –en su flamante vestido negro aún resplandecían algunas gotitas con la luz del local-. Supongo que te preguntarás qué hará una mujer parada en medio de una calle lluviosa…
- Supones bien –sonrió Arturo-. La verdad es que la idea suscita curiosidad, pero no quiero ser cotilla.
- En verdad nada... Me gusta la lluvia, me gusta sentirla. Te parecerá muy extraño.
- No creas, aquí tienes a otro extravagante. Y si te digo la verdad, me ha gustado tu confesión… hacía mucho que no escuchaba a alguien con tanta sensibilidad.
La mujer pareció halagarse con la aclaración del pianista, su único ojo al descubierto pareció relumbrar. Precisamente ésa era su gran peculiaridad: un largo mechón de su lisa y reluciente melena rubia le caía por la frente y tapaba por completo el ojo izquierdo. Además, otro detalle distintivo era su timbre de voz: algo grave para una voz blanca, pero al articular las palabras se convertía en un tono exótico y cálido. Una mujer muy atractiva, y el detalle del grueso mechón de pelo caído que ocultaba el ojo izquierdo la hacía aún más mística y sensual.
- Ya que rechazaste una porción de mi paraguas, ¿aceptarías que te invitara a una copa?
- Lo acepto encantada. Tomaré lo mismo que tú.
Arturo pidió la copa y el barman la preparó. La mujer bebió un trago con total naturalidad, como si bebiese agua.
- ¿Sales mucho por aquí? –preguntó la mujer del mechón largo.
- Bastante, pero estos días he estado acatarrado y no he salido mucho.
- ¿Te aburriste entonces?
- No, porque trabajo mucho en casa. Aburrirme para nada.
- ¿En qué trabajas?
- Soy pianista.
- Un pianista, claro… debería haberlo supuesto –la mujer del mechón largo le miró le soslayo, con picardía-, aunque no seas precisamente tímido. ¿Tocas en conciertos?
- En muy pocos, y apenas tienen relevancia. Principalmente soy profesor y compositor, sin darme a conocer, aunque a veces toco en algunos locales.
- Compositor… -siseó como si fuese algo mágico- Dime uno.
- Por ejemplo, en el centro comercial Alameda, el que tiene un piano.
- No me digas… cuando pase estaré muy atenta, ¿te molestaría?
- Al contrario, me encantaría. ¿Y yo también podría visitarte en tus horas de trabajo?
Otra sonrisa esbozó la mujer del ojo oculto.
- No creo, trabajo, en varias cosas… -la mujer bajó la mirada de su ojo derecho, en un gesto evasivo-. Una especie de relaciones públicas.
- Comprendo… -Arturo captó que su compañera deseaba omitir cierta información, cambiar de tema. La canción seguía sonando en el ambiente.
- Ésta canción es Para Elisa, ¿verdad?
- Sí, de Beethoven. La compuso para una tal Teresa.
- Y la tituló Para Elisa...
- Sí, como sabes Beethoven era muy vehemente, y su escritura no era fácilmente legible. Al parecer, un error del copista cuando transcribía la partitura original provocó que la obra se recordara para siempre en la historia de la música como Para Elisa.
- Seguro que a Beethoven no le hizo precisamente gracia esa anécdota. Qué curioso, se nota que eres pianista.
La mujer del mechón caído sobre el ojo izquierdo enmudeció de pronto, como si la memoria la hubiese envuelto en un recuerdo muy lejano de aquel Café Jazz. Aún con la mente ajena de ese lugar, la mujer del mechón largo habló:
- Siempre he querido ser motivo de alguna canción –calló de nuevo, de pronto se rió-. Te pareceré una romántica…
- Quizás alguien lo haya hecho. Te hablo desde mi propia experiencia: yo compongo, mi piano es como si fuese un diario, cada canción es un capítulo, una sensación más. Quizás esta conversación motive una canción.
- Qué curioso, señor pianista… cuando vea un cartel sobre un concierto tuyo querría ir a verlo. A lo mejor una de las canciones lleva mi nombre. Ahora sólo necesito saber el tuyo.
- Charlie –mintió Arturo.
- ¿Me tomas el pelo? Tú no te llamas Charlie, ¿qué nombre es ése para un pianista español?
- ¿Por eso crees que miento? –preguntó Arturo en una mueca de sorpresa.
- Seguro… supongo que será una especie de protección personal.
- De acuerdo, en verdad me llamo Adrián, ¿me crees?
- Muy bien Adrián… -en el tono se apreciaba aún desconfianza. Sonríó.
- ¿Y cuál es tu nombre? Por si compongo la canción…
- Como comprenderás no voy a decirte mi nombre hasta cerciorarme del tuyo.
Arturo rió con fuerza.
- Está bien… comprendo.
La mujer del mechón largo sacó un cigarro, le ofreció a Arturo y éste lo rechazó señalando su garganta. La mujer del ojo oculto tras el mechón miró fijamente a Arturo, que intentaba sostener su mirada. Ella sólo mostraba su ojo derecho, pero qué fuerza tenía esa mirada… ¿cómo sería ser reflejado en las dos pupilas de esa mujer?
- Muy bien pianista, te gusta tratar con mujeres, y tienes cierta experiencia… Pero te aconsejo que tengas cuidado con ellas.
- Ya he sufrido lo mío con vosotras… estoy prevenido –Arturo miró su reloj-. Perdóname, pero creo que voy a irme dentro de unos minutos. Mañana tengo clase.
- Nunca te confíes, puedes sufrir más –continuó la mujer como si no hubiese escuchado la última frase del pianista. De repente dibujó otra de sus flamantes sonrisas-. Por favor, no te lo tomes como una amenaza. Me ha encantado esta charla, espero retomarla en un próximo encuentro, seguro que así será.
- Y yo lo espero. Buenas noches, ha sido un placer.
Ése fue el primer encuentro de Arturo con la mujer del mechón sobre el ojo.
Llovía bastante esa noche, sin furia pero con pesar. Aun así, unas insistentes pero simples gotas de agua no son suficientes para desanimar a los noctámbulos que necesitan el brillo de la luna y un par de copas para poder sobrellevar la noche o, peor aún, sus vidas. Desde hace ya un tiempo, Arturo vivía más por la noche que por el día, porque experimentó que la nocturnidad altera de manera sobrenatural algunas almas, al igual que las teclas negras del piano son las alteraciones de las notas.
Ocultando el rostro bajo el paraguas, Arturo caminaba por las calles del centro en dirección al Café Jazz. Charcos odiosos, de esos que te empapan por completo el zapato y todo lo que tengas dentro de él se habían acumulado por las aceras. Arturo bañó un zapato en una de las piscinas de la calle, maldijo y levantó la mirada… A lo lejos, divisó una silueta delgada, la de una mujer que permanecía inmóvil en el extremo de la larga calle. La luna, encima de ella, ribeteaba un halo místico alrededor de la figura; el cuello extendido, empapándola, como si suplicara al cielo. Arturo siguió escudriñando la silueta femenina y ésta, de repente, repara en él. El pianista, con gesto amable, señala su paraguas en ofrecimiento; la figura empapada inclina la cabeza y se marcha tras una cortina de lluvia… Extrañado, Arturo sigue su camino.
El letrero de neón del Café Jazz lo deslumbraba, era muy característico: un saxo imitaba la letra “j” y las letras consecutivas ascendían como notas en los espacios pentagrama de líneas azules. Cuando el pianista llegó, Dani lo esperaba en una butaca de la barra.
- Llegas tarde, no tengo mucho tiempo –le dijo su compañero tras un sorbo de cerveza.
- Lo siento –se disculpó Arturo mientras tomaba asiento al lado. Arturo pidió un vodka.
- Supongo que ya lo veías venir: no hay hueco para la nueva temporada del Verdi –Dani agitó las manos en el aire-. Créeme, lo he intentado, pero nada…
- No pasa nada, bastante que te has molestado en preguntar.
- Tendrás que seguir tocando en lugares más escondidos hasta que el tiempo muestre a la gente tu genialidad. Tú sigue con lo tuyo y pronto estaremos aquí brindando tu éxito y emborrachándonos.
- Si ya nos emborrachamos.
- ¡Cierto! Pero en ese momento lo haremos con estilo –Dani ojeó su reloj de pulsera-. Perdona que me vaya tan pronto, pero Susana no está de humor como para que vuelva a altas horas de madrugada. Y anímate hombre, últimamente te veo desanimado.
- No es nada. Nos vemos, amigo.
- Brindaremos pronto, Arturo.
Y alzando la copa a su amigo, Dani dio el último sorbo de cerveza, se giró y salió del Café Jazz dejando tras de sí al abrir la puerta una corriente de aire helado que olía a mojado. Arturo se quedó solo con su vodka. Decidió no quedarse demasiado rato, mañana tenía que dar clase por la mañana y tenía que estar presentable, sobre todo para una niña de 11 años. Por encima del rumor de habladurías comenzó a sonar una curiosa versión jazzística de Para Elisa. Arturo bebió escuchando las sincopadas notas hasta que una sensual voz de mujer le hizo volver de su sopor.
- ¿Puedo sentarme aquí, caballero?
Una mujer rubia, alta y delgada, vestida de negro, se había sentado en la butaca que dejó libre Dani. Con una amable sonrisa, Arturo respondió a la proposición:
- Puedes sentarte, y casi me atrevería decir que debes –la frase hizo reír a la mujer. Arturo aprovechó el comienzo para continuar la conversación-. ¿La conozco de algo?
- No, pero quería agradecerte que quisieras compartir tu paraguas con una desconocida.
- Así que eras tú la mujer de la lluvia. ¿Te mojaste demasiado?
- No mucho –en su flamante vestido negro aún resplandecían algunas gotitas con la luz del local-. Supongo que te preguntarás qué hará una mujer parada en medio de una calle lluviosa…
- Supones bien –sonrió Arturo-. La verdad es que la idea suscita curiosidad, pero no quiero ser cotilla.
- En verdad nada... Me gusta la lluvia, me gusta sentirla. Te parecerá muy extraño.
- No creas, aquí tienes a otro extravagante. Y si te digo la verdad, me ha gustado tu confesión… hacía mucho que no escuchaba a alguien con tanta sensibilidad.
La mujer pareció halagarse con la aclaración del pianista, su único ojo al descubierto pareció relumbrar. Precisamente ésa era su gran peculiaridad: un largo mechón de su lisa y reluciente melena rubia le caía por la frente y tapaba por completo el ojo izquierdo. Además, otro detalle distintivo era su timbre de voz: algo grave para una voz blanca, pero al articular las palabras se convertía en un tono exótico y cálido. Una mujer muy atractiva, y el detalle del grueso mechón de pelo caído que ocultaba el ojo izquierdo la hacía aún más mística y sensual.
- Ya que rechazaste una porción de mi paraguas, ¿aceptarías que te invitara a una copa?
- Lo acepto encantada. Tomaré lo mismo que tú.
Arturo pidió la copa y el barman la preparó. La mujer bebió un trago con total naturalidad, como si bebiese agua.
- ¿Sales mucho por aquí? –preguntó la mujer del mechón largo.
- Bastante, pero estos días he estado acatarrado y no he salido mucho.
- ¿Te aburriste entonces?
- No, porque trabajo mucho en casa. Aburrirme para nada.
- ¿En qué trabajas?
- Soy pianista.
- Un pianista, claro… debería haberlo supuesto –la mujer del mechón largo le miró le soslayo, con picardía-, aunque no seas precisamente tímido. ¿Tocas en conciertos?
- En muy pocos, y apenas tienen relevancia. Principalmente soy profesor y compositor, sin darme a conocer, aunque a veces toco en algunos locales.
- Compositor… -siseó como si fuese algo mágico- Dime uno.
- Por ejemplo, en el centro comercial Alameda, el que tiene un piano.
- No me digas… cuando pase estaré muy atenta, ¿te molestaría?
- Al contrario, me encantaría. ¿Y yo también podría visitarte en tus horas de trabajo?
Otra sonrisa esbozó la mujer del ojo oculto.
- No creo, trabajo, en varias cosas… -la mujer bajó la mirada de su ojo derecho, en un gesto evasivo-. Una especie de relaciones públicas.
- Comprendo… -Arturo captó que su compañera deseaba omitir cierta información, cambiar de tema. La canción seguía sonando en el ambiente.
- Ésta canción es Para Elisa, ¿verdad?
- Sí, de Beethoven. La compuso para una tal Teresa.
- Y la tituló Para Elisa...
- Sí, como sabes Beethoven era muy vehemente, y su escritura no era fácilmente legible. Al parecer, un error del copista cuando transcribía la partitura original provocó que la obra se recordara para siempre en la historia de la música como Para Elisa.
- Seguro que a Beethoven no le hizo precisamente gracia esa anécdota. Qué curioso, se nota que eres pianista.
La mujer del mechón caído sobre el ojo izquierdo enmudeció de pronto, como si la memoria la hubiese envuelto en un recuerdo muy lejano de aquel Café Jazz. Aún con la mente ajena de ese lugar, la mujer del mechón largo habló:
- Siempre he querido ser motivo de alguna canción –calló de nuevo, de pronto se rió-. Te pareceré una romántica…
- Quizás alguien lo haya hecho. Te hablo desde mi propia experiencia: yo compongo, mi piano es como si fuese un diario, cada canción es un capítulo, una sensación más. Quizás esta conversación motive una canción.
- Qué curioso, señor pianista… cuando vea un cartel sobre un concierto tuyo querría ir a verlo. A lo mejor una de las canciones lleva mi nombre. Ahora sólo necesito saber el tuyo.
- Charlie –mintió Arturo.
- ¿Me tomas el pelo? Tú no te llamas Charlie, ¿qué nombre es ése para un pianista español?
- ¿Por eso crees que miento? –preguntó Arturo en una mueca de sorpresa.
- Seguro… supongo que será una especie de protección personal.
- De acuerdo, en verdad me llamo Adrián, ¿me crees?
- Muy bien Adrián… -en el tono se apreciaba aún desconfianza. Sonríó.
- ¿Y cuál es tu nombre? Por si compongo la canción…
- Como comprenderás no voy a decirte mi nombre hasta cerciorarme del tuyo.
Arturo rió con fuerza.
- Está bien… comprendo.
La mujer del mechón largo sacó un cigarro, le ofreció a Arturo y éste lo rechazó señalando su garganta. La mujer del ojo oculto tras el mechón miró fijamente a Arturo, que intentaba sostener su mirada. Ella sólo mostraba su ojo derecho, pero qué fuerza tenía esa mirada… ¿cómo sería ser reflejado en las dos pupilas de esa mujer?
- Muy bien pianista, te gusta tratar con mujeres, y tienes cierta experiencia… Pero te aconsejo que tengas cuidado con ellas.
- Ya he sufrido lo mío con vosotras… estoy prevenido –Arturo miró su reloj-. Perdóname, pero creo que voy a irme dentro de unos minutos. Mañana tengo clase.
- Nunca te confíes, puedes sufrir más –continuó la mujer como si no hubiese escuchado la última frase del pianista. De repente dibujó otra de sus flamantes sonrisas-. Por favor, no te lo tomes como una amenaza. Me ha encantado esta charla, espero retomarla en un próximo encuentro, seguro que así será.
- Y yo lo espero. Buenas noches, ha sido un placer.
Ése fue el primer encuentro de Arturo con la mujer del mechón sobre el ojo.
2 Comments:
Quedo impaciente a la espera de descubrir la mirada completa.
Un abrazo.
Gracias compañero, todavía falta para descubrirlo, pero te aseguro que será sorprendente (espero).
Me deleita tu visita. ¡Un saludo!
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