sábado, abril 29, 2006

¿A quién esperarías en el ocaso?

(El proyector cascado)

En una excursión al mar, el samurái Munezo Katagiri le dice a su criada Kie que es hora de que vuelva a casa y que rehaga su propia vida. Los acontecimientos que vive en silencio el pacífico samurái no son favorables y considera que es mejor para Kie su retorno. La delicada Kie intenta convencer al samurái de que ella se siente feliz con él haciendo sus tareas, pero Munezo insiste y se lo ordena. El deseo de su señor quiebra la dulce fragilidad de Kie, pero ella sostiene una sonrisa para él mientras las lágrimas incontenibles caen por su mejilla: “Si así lo desea, no tengo más que obedecer”.

Ésa es una de las bellas escenas de The hidden blade (La espada oculta). El honor y el amor en la última película que nos llega (y con bastante retraso) del veterano director Yoji Yamada. Un retrato de un samurái al final de una época, el comienzo de la occidentalización de un Japón dividido y convulso que cambia la espada por el fusil. Con una puesta en escena cuidada, realista y apacible, Yamada construye una película sin parches esteticistas, con una belleza humana en ocasiones abrumadora. La interpretación tan sentida de los dos personajes principales, la música puntual pero intensa de Isao Tomita y la hermosa historia narrada como una lección de cine hacen de esta película una de las mejores en estos últimos años. Es de agradecer las notas de humor cuando se nos muestra el torpe entrenamiento de los guerreros japoneses para formarlos como soldados al estilo occidental, todo eso junto a la entrañable relación del samurái y su criada, un contrapunto para los últimos acontecimientos.

The hidden blade tiene muchos puntos comunes con El ocaso del samurái, la primera película que descubrimos de Yamada el año pasado (film que estuvo nominado como mejor película extranjera en los Oscars). Ambas películas cuentan con dos batallas que hielan la sangre; narran la historia de un samurái que podría considerarse como fracasado por querer vivir una vida simple, ambos protagonistas reciben una orden superior que les obliga a tomar una decisión fatídica y encuentran en el filo de la espada el honor y el amor. Mientras Seibei (el protagonista de El ocaso del samurái) es un hombre cuya mayor ilusión es estar en casa con sus dos hijas y con su amor Tomoe, Munezo (en The hidden blade) se encuentra paulatinamente con más obstáculos que le impide vivir la vida que anhela junto a su amada Kie.

“¿Por qué me siento tan vacío?”, se pregunta Munezo cerca de un hermoso final, de esos en los que te quedas paralizado en la butaca para luego levantarte con un nuevo brillo en los ojos.

jueves, abril 27, 2006

Música vagabunda

(Desvaríos noctambulares)

Posiblemente la música sea lo que más viaja en el mundo, puede que hasta más que la imaginación, a través de ondas, discos o instrumentos que vienen y van. La música viaja también a pie, son las obras que suenan en la calle: la música de vagabundos, de bohemios rechazados, de concertistas sin escenario, de esos musicuchos de cuatro perras... captan poderosamente mi atención y no vuelvo la cabeza hasta que tomo una nueva calle. He asistido a conciertos inolvidables en conservatorios y auditorios, no a muchos en verdad, pero he contemplado y me he maravillado con música en vivo, con partituras imperecederas de maestros. Sin embargo, una vez tuve una experiencia musical que una sala de conciertos jamás me habría dado.
Julio del año pasado, en pleno centro. El final de un encuentro que había alterado mis emociones. Me dirigía a pie a la estación. En una de las calles, a mis oídos llegaron unas notas que pronto reconocí: la bellísima Meditación de Thais de Jules Massenet. Un hombre de mediana edad, tez morena, latinoamericano (posiblemente colombiano) interpretaba la melodía con un clarinete, a su lado un amplificador rajado donde sonaba el acompañamiento orquestal. Me detuve a un lado, el músico me vio y sonrió con la mirada. Permanecí ahí, escuchando las notas cascadas de esa interpretación humilde y tranquila ajena a la calle incesante. El intérprete me preguntó algo con un simple gesto, pero mi torpeza no entendió el significado de sus señas, que causó que aquel hombre interrumpiera la ejecución: me preguntó si tocaba también un instrumento. "El piano", le respondí con palabras y manos. Otro gesto más del hombre, “una obra muy bonita”, dije. Volvió con la obra y siguió tocando acompañado de su cochambrosa orquesta hasta el final de la pieza.
Aquel Meditación de Thais callejero no sería comparable ni de lejos a un Meditación de Thais pulcro y limpio de un concierto de la Filarmónica de Londres, pero qué demonios: esa audición me caló como nunca me había calado antes, tanto me rasgó y significó en ese preciso momento. Y entonces descubrí algo que en verdad sabía: la existencia de una belleza ajena a la pulcritud de la interpretación, de los instrumentos y de la calidad de la obra. Una belleza que no está precisamente en el instrumento musical.
Eché unas monedas al músico, que me lo agradeció gentilmente con otro gesto, y me fui.


Fotografía: Violín para ser arrastrado por la calle, Peter Moore.

lunes, abril 24, 2006

Anomalías varias

(Desvaríos noctambulares)

Se me estaba curando el resfriado y me hice daño en la mano derecha, creo que justamente en el hueso navicular (venga, a ver quién me dice en qué parte está). Ocurrió en una máquina expendedora de chocolatinas, eché la moneda, giró la espiral metálica y se quedó enganchada la bolsita. Di cinco manotazos a la estructura y ahí fue cuando me hice daño. Me fui con las manos vacías, ya me ha pasado un par de veces… En realidad, si analizan bien, es toda una lección de vida.

Navicular dañado no impedía que tocara a “Tchaikovsky”. Estaba combinando algunas notas interesantes cuando de repente M, la chica que solicitó mis espermas, irrumpió con F en el estudio: me secuestraban para ir a la feria. M vestía elegantísima y su melena dorada se movía intensa como en las películas, así que le dije que porqué ir a la feria, que se quedara conmigo esa noche, pero el asunto era ir a la feria en grupo.

Todos reunidos en medio de bombillitas de colores, carricoches danzantes, puestos ambulantes y la canción del “pompón” sonando en los sorteos de papeletas (este año parece que está de moda un platanito gigante). Las casetas con su pobre oferta musical fueron nuestro cobijo en una noche que regó un poco de lluvia. Baile grupal, risas, voces al oído... Entonces llegó la parte más extraña: una chica que bailaba sensualmente cerca de la pared a mi derecha cambió de lugar y empezó a darme culazos envueltos en faldita corta con volantes detrás de mí. Me aseguré de que eran intencionados… Yo, que soy un chico delicado y dulce pensé que quizás quería marcar su terreno, posiblemente reírse, pero dudaba por su parte un interés hacia mi persona más íntimo. Me volví y ella me dedicó una tierna sonrisa a la que respondí con otra en plan: “Ho-la, ¡anda!… tu trasero y… el mío se cho-can demasiado… qué cosa, ¿eh?”. Rostro de vuelta con mis amigos hasta que, en un movimiento que ejecuté descendente-ascendente frente a M, la chica de los culazos me asestó el más potente que me impulsó hasta mi amiga. "¿Pero qué...?", al voltear de nuevo la chica se alejaba.
Después se fue la luz durante más de una hora. Con la caseta a oscuras y sin música aproveché para cantar las canciones que debería dedicarme el “dj”: Veinte de abril de noventa… / A fuego lento no se calientan mis huesos… / Brindo por las mujeres que derrochan simpatía…
Hicimos juegos interesantes hasta que volvió la luz, y como la noche estaba siendo rara decidí beber un vodka; eso sí, continué inhalando cigarrillos que fumaba pasivamente. Baile que renace, música chunga que retorna en decibelios desorbitados hasta bien tarde. El resultado fue que empeoró el resfriado y una ronquera.

Sé que este “post” no tiene ningún interés, pero tengo frío y líquido nasal por todo el cuerpo. Sigo pensando que lo de la chocolatina no recibida es, en el fondo, una lección de vida.

Ah, el navicular está casi bien, sólo duele si me aprieto.



Editado para aprender más sobre la naturaleza humana:

sábado, abril 22, 2006

Días de hospital

(Relatos bajo el flexo)

El sedante que le daban posiblemente le alteraba el sentido, pero en cuanto la vio supo que era la mujer de su vida, como en esa película francesa del marido de una peluquera. Y que fuese precisamente ella lo confirmaba, odiaba los médicos y tenía que ser una enfermera la que le hiciese cambiar de tonalidad su estancia. Sus ojos tenían el trozo de cielo que le privaban, la boca el delicioso postre también inaccesible y los tirabuzones de su cabello saltaban alegremente y le contagiaba el movimiento.
Ella sabía casi todo sobre él: su alergia, su bronquitis asmática y cada uno de sus huesos rotos de la caída de la torre eléctrica que reparaba. También sabía que leía mucho a Pérez-Reverte y a Anne Rice, que vivía solo, que le hacía la boca agua por los potajes, que de pequeño era muy mono y otras historietas infantiles vergonzosas que su querida madre soltaba cuando llegaba a visitarlo.
Él sabía menos de ella: que le encantaban los puzzles, que vivía en un piso a unas dos manzanas, que tenía alguien por ahí y que quería tener dos hijos, gracias a las oportunas peguntas de su querida madre. Claro, sabía mejor que ella que su horario era de nueve a dos de la mañana, de cuatro a ocho de la tarde y que almorzaba de dos y media a tres; que a veces iba al cine, que le gustaba Serrat, el baile, la pintura y las novelas de amor y aventura. Ella le había descubierto por completo, había visto hasta su cuerpo desnudo en cada aseado, cuando le lavaba y le acariciaba… el mejor momento del día. En cambio, él sólo podía ver las líneas perfectas de sus piernas, sus rodillas pequeñas articulando el mecanismo preciso y hermoso de su movimiento y la coreografía en aire de sus brazos. Los días que hacía más calor tenía desabrochado el primer botón de la camisa y se descubría el nacimiento de ese pequeño río de piel que formaba en su desembocadura unos senos que se intuían floridos.

Cada tres días tenía turno de noche, el paciente los contaba porque era en esas tandas cuando pasaba más tiempo con ella. Le dedicaba la mitad de la noche, cada hora se pasaba por su habitación y se sentaba un rato a su lado. El dolor dormido de los pacientes, la noche íntima intensificadora de sensaciones y el foco de luz de la lámpara… casi parecía una habitación hogareña. La enfermera le contaba la película que había visto en el cine, dónde transcurría, los actores que salían, lo que hacían sus personajes… casi parecía que la estaban viendo juntos. Otras veces leía para él los libros que tenía, describría el puzzle que acababa de terminar o simplemente le hablaba de cualquier cosa. Él solo la miraba y sonaba el aire que circulaba por los tubos.
Cuando se marchaba y percibía que su paciente no tenía sueño, le dejaba el discman y le ponía sus canciones, entonces él creía adivinar que había una intención escondida, que las canciones eran mensajes ocultos. Pocas veces contaba ella algo de su vida fuera, cuando colgaba la bata blanca, a él le gustaba imaginar que prefería esas cuatro paredes blanquecinas y con manchurrones. Por la noche a veces se podían escuchar a los bebés en maternidad, y se imaginaba con uno de ellos dos.

Hubo de pasar varios meses para que sus huesos recuperaran cierta consistencia que le devolviera al mundo de fuera. Poco a poco se fue curando, pero seguía sin poder respirar bien y sin hablar, oxigenándose por tubo. Una vez intentó decir algo pero no pudo, no importaba, ya le diría tarde o temprano que se quería quedar con ella, pero sin camilla de hospital y sin bártulos, sólo él. En los últimos días, ella le confesó algunas intimidades: que hacía tiempo que vivía sola, que quería tener un gato o un perro y que los puzzles eran la mejor forma de matar el tiempo, construyendo cuadros de arte de museos y paisajes de países que quería visitar. Él continuaba mirándola y sonaba el aire que circulaba por los tubos.

Salió queriendo volver a ingresar. El alta se lo dieron casi de improviso y ella estaba faltando al trabajo unos días por un cursillo de no sé qué. Perp tenía un plan: para cuando volviera le dejó un regalo, un puzzle de mil piezas con una nota: “monta una pieza por día”. Con muletas y un par de escayolas volvió a casa, aún no podía hablar, como si los tubos hubiesen aspirado las palabras. Una semana más tarde fue recuperando la voz y volvió, pero ella ya no era enfermera de ese hospital, la habían trasladado. Una cosa sí le aseguraron: recibió el puzzle el día que se lo dejó.

Hasta entonces, el antiguo paciente contó mil días. Si coincidía, la enfermera habría descubierto la nota que se construía detrás del motivo: el mensaje necesario de aquellos días de hospital.
El punto de encuentro es el paisaje del puzzle, un rincón italiano.




A Víctor y a Moi, las visitas al hospital inspiraron el relato.
Y a Lola, en paz descanse.

miércoles, abril 19, 2006

Historias de piano

Capítulo V: Noche sobre blanca

El treinta y uno de diciembre Arturo no hacía nada especial. Dani y Susana lo invitaban a cenar y pasar la noche con ellos y unos amigos, mas Arturo siempre rechazaba amablemente la invitación. Prefería pasar la noche solo, la poca familia que le quedaba estaba ramificada por la distancia; y desde la separación de Lucía, no volvió a compartir plato la noche de las campanadas, al fin y al cabo, en su vida, una noche del año como otra cualquiera. De modo que descongeló algo de carne y cenó como de costumbre, con un poco de vino. Eso sí, la única especialidad por ser fin de año estribaba en la selección del vino: elegía el mejor de su pequeño anaquel. El invitado era John Coltrane.

Otra nota diferente en el treinta y uno de diciembre era que cenaba más temprano, antes de las diez. Después prefería irse a una decente fiesta a tomar las uvas, el Café Jazz solía preparar una interesante. Así fue, cuando hubo cenado, esperó a que John Coltraine terminase el tema que interpretaba y salió fuera.

La ciudad estaba casi desierta y se sentía un ligero temblor en ella, como si se preparara para el gran jolgorio que la invadiría en un par de horas. El letrero del Café Jazz adornado para la ocasión navideña le dio la bienvenida. No había demasiada gente, obviamente, la multitud vendría después de las campanadas. Los hombres enchaquetados y las féminas con elegante ropa ligera bailaban al ritmo de un movidísimo y pegadizo tema “bebop”, cuyo autor Arturo no recordaba. Reían y bebían con sombreritos de fiesta, matasuegras y esos collares de estilo hawaiano. Algunos llevaban máscaras. El pianista se abrió paso, se sentó y esperó al camarero, como no venía, su mente no tardó en irse en pensamientos… hasta que, de pronto, el volumen de la música golpeó sus oídos le hizo retornar del viaje:
- ¡Oiga! ¿Que qué quiere?
- Espere un momento, ahora vuelvo.

Arturo salió del Café Jazz y localizó una cabina de cubículo cerrado, se metió, echó unas monedas sueltas, marcó un número y esperó.
- ¿Diga? –preguntó una voz de mujer que parecía venir desde muy lejos.
- Hola Lucía.
Tras una breve pausa, la mujer habló:
- Arturo, ¿qué tal estás?
- Bien, estoy bien, ¿y tú?
- Muy bien. La verdad es que sabía que hoy llamarías.
- ¿En serio?
- Cada fin de año me llamas, siempre este día, ¿no te diste cuenta?
- Sí… -reparó.
- Al menos, parece que esta vez no estás borracho.
- No, no lo estoy, no te diré ninguna barbaridad. Quizás esta vez no te importe mi llamada.
- No digas eso, Arturo. Me gusta saber de ti, pero me resultan muy amargas tus contestaciones.
Arturo apoyó la frente en el cristal.
- ¿Ya nació el crío? –preguntó.
- Sí, es niña.
- ¿Cómo se llama?
- Estrella. Si quieres, un día podrías pasarte por aquí. Me gustaría charlar contigo, te presentaría a Manuel.
- Vale, ya te llamaré.
- No, creo que no me llamarás hasta nochevieja del año que viene.
- Ya mismo es año nuevo, quién sabe lo que puede pasar.
Silencio, tras el cristal de la cabina se filtraba un ligero eco del jaleo de los bares circundantes.
- Esto se corta ya, un beso Lucía, otro para Estrella.
Arturo colgó sin esperar respuesta.

El Café Jazz parecía más abrumador que antes, el “bebop” seguía moviendo masas. Arturo se sentó en la butaca de antes, que continuaba libre. Esperó de nuevo al camarero. Al rato sintió que alguien le observaba… a su izquierda, una mujer vestida de negro y con una elegante máscara blanca puntiaguda le sonreía: un ojo derecho lo escudriñaba a través del agujerito de la máscara; la parte izquierda estaba oculta tras un mechón de pelo rubio.
- El pianista de nombre oculto… -dijo con picardía la mujer.
- Mira quién habla –sonrió-: la mujer de ojo y nombre ocultos. ¿Cómo estás?
- Bien. Tenía la corazonada de que tarde o temprano nos encontraríamos. ¿Cómo va el piano?
- Va bien, se echa de menos porque él no puede salir de copas.
- ¿Pasas la nochevieja solo?
En ese instante, Arturo reparó que el móvil vibraba en el bolsillo de su gabardina. Lo sacó, pero la llamada ya cedió. Era un número que desconocía, su teléfono no lo tenía memorizado.
- Creo que voy a tener que salir.
- Vaya, debes atender a otra mujer, ¿verdad?
- ¿Por qué tienes esa concepción de mí? Me resulta cómico.
- Si no vuelves a entrar será que tengo razón…
- Si no vuelvo a entrar puede que sea por otro motivo –añadió Arturo sonriendo.
- Ya me contarías entonces, en el próximo encuentro, lástima que éste haya sido tan breve.
- Aún no he salido, puede que vuelva a entrar.
La mujer del mechón largo inclinó la cabeza y se despidió de él con un brío exótico. Arturo salió de nuevo del Café Jazz y llamó al número anterior.
- ¿Arturo? -preguntó una débil voz.
- ¿Hola?
- Soy Blanca. ¿Me recuerdas?
- Claro que te recuerdo, todavía sigo sin poder tocar Chopin –bromeó.
- Solamente quería felicitarte el año… ¿estás solo en el centro?
- Gracias. Estoy solo y en el centro.
Una respiración larga se escapaba por el auricular.
- Quizás te apetezca tomar una copa –se atrevió a decir Blanca-. ¿Quieres venir?
- Me encantaría.
- Mi portal está cerca, al lado del concesionario del parque. El sexto C.
- De acuerdo, voy para allá.
Miró hacia el Café Jazz, no le agradaba abandonar a la mujer rubia del mechón sobre el ojo, y más aún si finalmente estaba en lo cierto. Pero algo le decía que debía aceptar la invitación de Blanca.

Reconoció el portal justo al lado del concesionario del parque y tocó el portero electrónico. Enseguida se accionó la puerta. El portal era uno de los más nuevos de la zona, Arturo subió al ascensor y llegó a la sexta planta. Blanca lo recibió con un jersey rosa de cuello largo:
- Pasa, por favor.
- Gracias por invitarme y lo siento, no he podido traer nada.
- No digas eso, ven al salón.
La calefacción del piso estaba muy alta. Blanca condujo al pianista por el pasillo de entrada al amplio salón, o más bien al amplio estudio: aquello parecía la sala de trabajo de un pintor, o más bien, lo era.
- Ahora recuerdo que eres pintora.
- Sí, aquí trabajo, está todo un poco desordenado.
- Mientras sea el caos ordenado de los artistas, no hay problema.
- ¿Quieres tomar algo? –ofreció Blanca.
- Lo que tengas.
Mientras Blanca iba a la cocina, Arturo establecía en sus ojos un orden de atención ante la multitud de lienzos que se agolpaban por el salón. Habría perfectamente unos cuarenta cuadros, terminados o no. Blanca volvió con una botella de vino y un par de copas.
- Para despedir el año, es mucho más elegante emborracharse con vino que con whisky –bromeó Arturo al coger la copa.
- Supongo que sí –respondió tímidamente la anfitriona.
- ¿Me vas a hacer una guía turística por tu galería?
- De acuerdo –aceptó Blanca con una sonrisa.

Blanca enseñó a Arturo sus obras, le explicaba sus intenciones en cada cuadro y su técnica, que era más bien impresionista. En este encuentro, Blanca, comparada con la primera conversación que tuvieron en el centro comercial, se mostraba menos introvertida. Los cuadros solían retratar mujeres desnudas en distintas poses, algunas con cierto erotismo; otras eran vistas de la naturaleza; y la gran mayoría eran de un pianista tocando, siempre el mismo pianista. A Arturo, los cuadros de Blanca le parecieron muy expresivos, con una técnica depurada. El último cuadro que le enseñó estaba inacabado: sobre unas manchas se mostraba un piano en el centro de la composición. Arturo reconoció el escenario:
- Es el centro comercial.
- Sí, iba a pintarte. ¿No te importa?
- Claro que no –reconoció Arturo abiertamente-, me halaga mucho.
- Pronto lo acabaré. ¡Ya casi son las doce! Tenemos que prepararnos.
Los dos se sentaron frente al televisor, que mostraba el reloj apunto de dar las campanadas. Desde que dejaron de hablar de cuadros, Blanca enmudeció, parecía envuelta en pensamientos, su rostro se volvió aún más pálido.
- ¿Estás bien? –se atrevió a preguntar Arturo.
- Pensarás: vaya mujer que me ha invitado a su casa sin apenas conocerla –pronunció con voz átona.
- Yo no pienso eso.
Durante un rato, sólo se escuchaba el televisor.
- Me sentía muy sola –dijo con voz frágil.
Arturo la miró detenidamente: Blanca comenzó a sollozar, y la primera lágrima cayó con la primera campanada. Blanca lloraba silenciosamente, sus manos temblaban. Arturo la acompañaba en silencio mientras ella derramaba lágrimas por campanadas. El nuevo año llegó de improviso y los fuegos artificiales estallaron fuera.
El pianista se levantó y le secó las lágrimas con sus manos. Para calmarla, sólo se le ocurrió besarla. Ella también le besó y se abalanzó en un candoroso abrazo, Arturo la desnudó con ternura y descubrió que se llamaba Blanca porque su piel era tan blanquecina e inmaculada como la nieve, un cuerpo nevado; y como la nieve, Blanca parecía derrumbarse de un momento a otro, por eso Arturo la abrazaba firmemente. La noche se tiñó de blanco.


miércoles, abril 12, 2006

La batalla entre la guerra y la palabra

(Tinta fresca)

Resumen y reflexión sobre el III Seminario Internacional de Reporteros de Guerra de Estepona.

Los días 4 y 5 de abril se celebró en Málaga el III Seminario Internacional de Reporteros de Guerra de Estepona. En este tercer año, el lugar de encuentro pasa a ser el Paraninfo de la Universidad de Málaga (mudanza que los estudiantes agradecemos). Lo bueno se hace esperar, quizás por eso la falta de puntualidad del evento, cuya inauguración (y demás actos de protocolo) se retrasó alrededor de una hora. Tan sólo hubo que echar un vistazo al programa para conocer el brillante elenco de ponentes; cierto es que la mayoría de estos repetía este año, pero según la intención de la organización, se pretendía recordar a los nuevos alumnos lo dicho en los dos años anteriores.
Fran Sevilla (RNE) comenzó recordando que las guerras se polarizan: una mentira contada mil veces se convierte en verdad. Denunció el seguidismo de la televisión, entendido como fórmula del espectáculo y analizó la formación del periodista, que debe ser ante todo comprometido. Sevilla nos recordó los tipos de guerra: olvidadas, invisibles y mediáticas; no dudó en criticar la política de George Bush con un chiste que hizo estallar a carcajadas a todo el público.
Tomó el relevo Bru Rovira (La Vanguardia) y nos habló de cómo la memoria histórica se va perdiendo. La guerras actuales no son batallas de soldados contra soldados, sino batallas cuya estrategia es el terror civil. Rovira apoyó su ponencia con palabras de Kapuscinski: el encuentro de la sociedad con el otro, los factores del conflicto entre ambos y manifestó la importancia de verse a sí mismo, que la verdad que perseguimos es complicada pero hay que llegar a ella a través de la experiencia.
Javier Bauluz (Freelance. Premio Pulitzer) no fue tan buen orador como sus dos compañeros anteriores, pero sus fotografías expuestas hablaron por sí mismas. Sin embargo, debido a los continuos problemas de sonido e imagen, a la desorganizada exposición y al desajustado horario, el público se impacientó. Bauluz definió su trabajo desde un punto de vista de los derechos humanos, con honestidad.
Pedro Pulgar (La Opinión de Los Angeles. EE.UU) empezó claro: el instinto básico del periodista es contarlo todo, cuanto más. Hizo un recorrido tecnológico del reporterismo de guerra (nodo, el video en Vietnam…) y clasificó los distintos tipos de corresponsales de guerra. Por último denunció la censura de EE.UU, que cerca la libertad a la hora de informar. Concluye rememorando a los civiles iraquíes que viven en sus casas la barbarie.
El humor de Ramón Lobo (El País) y su desparpajo conquistaron a los asistentes en la ponencia más amena y sonora en carcajadas. En una alocada y anecdótica biografía personal, Lobo ilustró cómo empezó en el periodismo, cómo nació su pasión. No faltaron los consejos a los futuros periodistas de la sala, citando de nuevo a Kapuscinski y la mirada del otro, la importancia de esta relación: hay que hablar con la gente, lo importante es el quién, estar ahí y escribir un reportaje que ha de tener sabor, color y olor.

Tras Lobo, subió al estrado Alberto Sotillo (ABC), que también aportó su concepción del periodista de guerra: La carrera del periodista se asemeja más a la de un corredor de maratón que a la de un velocista. Expone que existen periodistas mercenarios, que creen que salvan al mundo y al periodismo en cada una de sus crónicas. Para Sotillo, su labor no debería estar reñida por el buen estilo; sino más bien, el reportero de guerra debería asemejarse más a un filósofo que a un escritor. Sotillo comparó el sentimentalismo con el tremendismo, y asegura que el primero es más peligroso que el segundo. Finalizó su intervención considerando que el corresponsal de guerra debe aprender a compaginar la sangre fría que requiere un análisis de una situación con la capacidad de captar los sentimientos humanos.
Javier Espinosa (El Mundo. Corresponsal en Israel) nos habló de las diferentes técnicas usadas en un conflicto, de los peligros y las formas de trabajo en su profesión. Volvió a incidir en el factor espectáculo de la televisión (la guerra entendida como show) y en las noticias de “efecto inmediato”, en las que se corre el riesgo de ser falseadas. Además, Espinoza no duda en calificar al periodista occidental como afortunado, pues goza de ventajas que no poseen los civiles (chalecos, comida…): La única y básica misión del corresponsal es quejarse de las víctimas, respetar a la población que vive el conflicto.
El peso del seminario recayó en su ronda final en la figura de la mujer: Pascale Bourgeaux (RTV Belga) expuso su entrevista al sargento Gibson, quien disparó al Hotel Palestina y provocó la muerte de José Couso y Taras Protsyuk. Bourgeaux enuncia las claves del incidente, su punto de vista y la necesidad de un juicio y de una nueva investigación que clarifique estas muertes. Pues, de no celebrarse, sería como una segunda muerte.
Mercedes Gallego (Vocento. Corresponsal EE.UU) enfocó el punto de vista de la mujer en los conflictos y deja al público helado con sus anécdotas sobre las dificultades de la mujeres en la guerra de Irak, los sucesos no contados y controlados por EE.UU (mujeres violadas, humillaciones…) y, por consecuencia, los peligros a los que ella también se ha expuesto. Reconoce que las mujeres periodistas cada vez tienen mayor presencia en Irak, pero aún está desproporcionado: las mujeres somos el sexo débil en esto. Recuerda a Julio Anguita Parrado con emotivas palabras y concluye defendiendo que la labor del periodista no es servir a la empresa, sino a la noticia; y que mantener tus principios informativos es difícil pero posible.
Por último, se clausuró el seminario con un sentido homenaje a Julio Anguita, que contó con la presencia de la madre del periodista caído: Antonia Parrado. En cuanto a la organización del evento, el punto más flojo fue la eficacia del sonido, las conexiones informáticas del ordenador y los vaivenes del horario. La figura del periodista de guerra, la influencia y dominio de los mass media, las guerras olvidadas, los intereses gubernamentales, la censura, las anécdotas en el campo de batalla… Básicamente estos han sido los temas que han tratado los ponentes. Estos periodistas han presenciado el sinsentido de la guerra, el lamentable estado al que puede llegar el ser humano. Lo corroboró Fran Sevilla: Aunque salgas vivo de una guerra, nunca sales bien parado. Infundían ganas de ir con ellos, de ver con los propios ojos, de intentar comprender. Así se lo dije a Javier Espinosa, que me confesó que se vence al pesimismo con un poco de sentido del humor y cinismo.

Sin duda, este encuentro ha marcado mi formación no sólo como estudiante, sino como persona, una experiencia inmejorable. Seminarios como este hace reflexionar sobre la importancia de informarse, que es primordial para conocer qué pasa en este loco mundo. Damos gracias a los reporteros de guerra (o, mejor dicho, como Ramón Lobo redefine: reporteros anti-guerra), pues son esas moscas cojoneras (como Bru Rovira dijo) que están en medio de los dos bandos. Nos han demostrado que mil balas no pueden contra mil palabras, que la guerra no derrotará la impunidad de las palabras.
Cierro este resumen de lo vivido en el Paraninfo de la UMA con la siguiente anécdota de Ramón Lobo. El periodista de El País preguntó a un civil que vivía la guerra: ¿qué es la paz?
Aquella persona respondió: La paz es tener sólo miedo a las serpientes.


La mayor parte de este texto ha sido extraído de la columna original publicada en
Waiting at the station.

lunes, abril 10, 2006

Salitre de Gata

(Desvaríos noctambulares)

Bañada en salitre
flota en la memoria de los días grises
fumo en la ventana
veo tu silueta sobre el arrecife.
---
Ahora tendré que salir a buscarme
alguien que me arranque de cuajo la pena
de alguna manera tendré que olvidarte...
Tengo que olvidarme de alguna manera.
---
Soy veraneante accidental
en la ciudad del viento.

Quique González


Me enfrenté a la Señora del largo vestido azul,
ondulaba su manta y centelleaba queriéndome cegar.
Como si desconociera que soy un amante inadecuado,
como si no supiera las imágenes que me remite.

Me acariciaba la Señora del largo vestido azul,
mis raíces pálidas lamía,
no sé si invitándome a entrar en su ropaje,
no sé si dañándome con su gélido encaje
entumeciendo mi ya fría piel.

Sobre la toalla un libro de poemas de lectura inacabada
y en la noche una ligera borrachera de principiante.

A decir verdad me habría quedado con ella,
me habría zambullido en su abismo,
será porque deseo que me encuentren en mi fondo.
Y no me hubiese movido de allí, no hasta que
las palabras adecuadas me liberaran del naufragio.

Rumoreaba la Señora del vestido azul,
sabe que soy veraneante accidental,
que volveré a contemplarla y que la cita,
de momento, volverá a ser la misma.

jueves, abril 06, 2006

La novela

(Relatos bajo el flexo)

Él y ella entran en el salón abrazados, jugueteando y acaramelados. Se echan en el sofá de mantas preparadas para el huracán. Delante de ellos una mesa con diversos objetos, entre los que se encuentran unos escritos encuadernados.
- He alquilado "Nine songs", ¿sabes? Una película de Winterbottom muy interesante...
- Eres muy listo tú, si sabré yo qué película es -ella repara en las hojas encuadernadas de la mesa-. ¿Es ésa tu novela?
- Sí -responde sin querer prestar atención.
- Déjame leerla -hace ademán de cogerla.
- No, es que aún no la he terminado.
- Vamos, sólo el principio: ¿no quieres saber mi opinión?
- No es eso, ya sabes que no me gusta enseñar mis trabajos inacabados.

Ella coge rápidamente el libro y él forcejea para quitárselo.
- Vale, vale, espera -desiste él-. Antes tienes que saber una cosa.
- Dime, artista.
- Si vas a leerla, debes tener en cuenta que mi novela es nuestra historia.
Ella sonríe ilusionada.
- ¿Sí?
- Sí, pero no lo has entendido del todo: esta novela marca nuestra historia.
- ¿A qué te refieres?
- Sé que vas a pensar que estoy loco, pero: ¿te acuerdas de cuando nos conocimos? Ese día, en la biblioteca, yo estaba inmerso en la novela, empecé a escribirla. Tú me preguntaste por la protagonista, yo te la describí y dijiste que se parecía a ti. Pues, a partir de ese día, todo lo que escribía… nos ocurría.
Ella se queda perpleja, sonríe tontamente.
- Te estás cachondeando.
Él le indica con la mano que espere un momento, coge un bolígrafo y escribe en la última hoja.
- ¿Qué estás haciendo? Te estás burlando de mí…

Enseguida, él le enseña lo que ha escrito en la novela. Ella lee:

Perpleja, espera una respuesta, impaciente pregunta: "¿Qué estás haciendo? Te estás burlando de mí…". Se levanta del sofá.


Ella se levanta del sofá
- ¿Cómo es posible? -alterada, intenta recapacitar- ¿Me estás diciendo que todo lo que he hecho ha sido manipulado por ti? ¿Tú has escrito todo lo que quería que te pasara conmigo?
- Mujer, si lo miras desde esa perspectiva…
- ¡Joder la novela! Con razón todo lo que he hecho últimamente parecía como una premeditación guiada por una fuerza antinatural: ¡todo lo que has escrito me ha controlado! Nuestra primera cita, las veces que hemos comido juntos, las películas que he elegido para ti cuando íbamos al cine… ¡las veces que nos hemos acostado! ¿También has planeado en cuántas ocasiones he tenido que ir al baño?
- ¡Pero…! Lo estás exagerando un poco, ¿no? Si a ti te ha gustado, ¿qué impor…?
- ¡Claro que importa, no he tenido ninguna seguridad de mis actos desde que estoy contigo! ¡Estúpido! Pero, ¿quién eres tú? ¿Esto lo tienes también escrito?

- No, esto no…
- ¡Pues busca esto en tus líneas!

Ella lo abofetea con decisión y se dirige a la puerta.
- ¡No puedes irte así! ¿Por qué no lo ves de este modo? Esta novela nos ayuda a superar el día a día, ha asegurado nuestra relación y bienestar ¡tenemos la facultad de controlar el destino! La necesidad de estar contigo es demasiado grande, no nos sintamos solos… Mis intenciones eran buenas, ¡a mí me sorprendió esto tanto como a ti!
- Por culpa de tu “mágica” novela no sé ni quién soy ni qué hago y mucho menos con qué clase de persona he estado estos últimos meses. Y tú deberías plantearte la moralidad de lo que has estado haciendo.
Silencio entre ambos.
- Escribe que me voy de tu casa ahora mismo. Quiero que quemes toda esta impresionante historia romántica.
Él, fúnebre, coge de nuevo el bolígrafo y escribe en la novela.
- Ahora rómpela.
Él arranca las hojas costosamente, como si fuesen losas... Ella sale de la casa con un portazo. Él se sienta en el sofá, inmóvil. A su alrededor aún tiemblan las trizas de la novela.


Segundos más tarde, la puerta se abre. Ella entra de nuevo y se detiene en el umbral.
- No he podido irme. No sé muy bien por qué.
Él la abraza.
- No sabes cuánto me alegra. Disfrutemos lo que tenga que venir.

III Seminario Internacional de Reporteros de Guerra

(Tinta fresca)

El martes 4 de abril y el miércoles 5 se celebró el III Encuentro Internacional de Reporteros de Guerra, iniciativa cultural del municipio de Estepona junto a la Universidad de Málaga.
El evento ha sido una experiencia inolvidable, hemos estado frente a grandísimos profesionales del periodismo de guerra: Ramón Lobo, Bru Rovira, Javier Espinoza, Mercedes Gallego, Fran Sevilla... (véase el listado completo en este enlace).
El año pasado asistí por primea vez, pero este segundo encuentro me ha calado muchísimo más. Todos los asistentes nos hemos conmovido con los apasionantes discursos de los ponentes, que contaban su punto de vista en el campo de batalla, sus métodos de trabajo, diversas anécdotas, hechos silenciados... Todo envuelto en un ambiente muy emotivo en el que se percibía un interés abismal. Vellos de punta, nudos en gargantas, carcajadas a raíz el desparpajo de algunos ponentes... mucho se experimentó en sólo 15 horas.
Como tarea para una asignatura, he de redactar un breve resumen abierto a la reflexión sobre el seminario. Me gustaría publicarlo en cuanto lo elabore para que, al menos someramente, cualquiera que pase por este humilde estudio pueda saber qué es lo que allí se contó, conocer las citas que se nos quedaron selladas, y no a fuego, sino con palabras.

lunes, abril 03, 2006

Confesiones a Woody Allen

(Desvaríos noctambulares)

"Hola Woody. Ya sé que es muy tarde, pero no puedo dormir. Hoy vi Toma el dinero y corre, aunque ya la había visto antes. Qué joven sales. ¿Pongo un poco de música? ¿Verdad que Bill Evans es un maestro? ¿Y te gusta Norah Jones? Es un jazz muy mestizado, pero la mujer tiene una voz… y toca muy bien. Sí, y además es guapa. ¿Qué artistas te gustan más? Billie Holiday o Duke Ellington seguro, ¿a que adiviné?

Hay una chica por ahí… como en tus películas. En ese sentido me sensibilizan mucho... ¿Tú también eres un hombre del tipo de Sugar: delicado, dulce e indefenso?

La selección de temas de Manhattan es genial. Me encantan, y la elección de Rhapsody in blue como apertura y cierre de la película… estabas inspiradísimo. Me encanta el final, cuando cambia de melodía temática Wershin, la conclusión abierta… esa parte es preciosa. ¿Te halagaría si te dijera que escribí el final de un guión inspirado en esa escena?

Mira el libro que estoy leyendo. ¿Cuáles consideras que debo leer obligatoriamente? Bueno, ya me hago una idea de algunos. Por cierto, qué gran actuación hizo Scarlett Johansson en Match point, ¿verdad? Mírala, ahí a tu lado. ¿En la próxima película saldrás actuando con ella? Me quedé con las ganas de veros juntos en la pantalla. Oye, ¿es verdad que la chica tuvo que decirle a Jonathan Rhys Meyers en las escenas de cama que dejara de mirar sus pechos?

¿Puedo preguntarte cuál fue tu culmen sexual? ¿Qué beso de actriz te gustó más? ¿Fue el de alguna admiradora? ¿Ninguna de las dos? Perdona, qué preguntas... pero a estas horas… No, hoy precisamente no bebo, será la natilla de chocolate. ¿Quieres un poco?

Yo no fumo, intento no hacerlo. Me parece horrible y asqueroso, pero seguro que caería fácilmente… más que nada porque creo que así intentaría autodestruirme. Qué cosa, ¿verdad? Así, en plan Bogart en Casablanca, impasible pero dolorosamente jodido. Yo también querría ser como Bogart, son sueños de un seductor, ¿no?

Perdona que vuelva de nuevo a Manhattan, pero me tiene enamorado la escena del banco, con ese preciosísimo tema Someone to watch over me. ¡Yo me he imaginado a veces así, te lo confieso! O también de la manera que conquistabas a Diane Keaton de nuevo en Annie Hall. Me rompiste al final… Bueno, es que en realidad eres un pesimista, tú mismo lo dices, ¿no?

¿Hablamos del mundo y su ridícula organización? Nos vamos a deprimir demasiado… Cuéntame cosas de la vida, del amor, del sexo, de la sabiduría… ¿O te parece si hacemos un dueto piano-clarinete?"

Pero Woody se mantiene inmóvil como una estatua. Sus diminutos ojos parecen brillar y sus labios permanecen sellados. Posiblemente esté indignado por tutearlo y tomarme esas confianzas, llamándolo por su nombre de pila. O seguramente aún no sea capaz de interpretar sus mudas respuestas, porque su perpetua expresión parece decirme algo…

¿Quizás también Woody es como un cantautor mudo? Lo dudo mucho, Woody, esto… señor Allen.

En fin, hasta otra madrugada. Buenas noches Woody.


Mi atención recae ahora en la musa, la señorita Scarlett Johansson. Parece que sigue despierta. Iniciaré una conversación. Pero a ella le pregunto otras cosas...

Gracias a los responsables de tales regalos.

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