Días de hospital
(Relatos bajo el flexo)
El sedante que le daban posiblemente le alteraba el sentido, pero en cuanto la vio supo que era la mujer de su vida, como en esa película francesa del marido de una peluquera. Y que fuese precisamente ella lo confirmaba, odiaba los médicos y tenía que ser una enfermera la que le hiciese cambiar de tonalidad su estancia. Sus ojos tenían el trozo de cielo que le privaban, la boca el delicioso postre también inaccesible y los tirabuzones de su cabello saltaban alegremente y le contagiaba el movimiento.
Ella sabía casi todo sobre él: su alergia, su bronquitis asmática y cada uno de sus huesos rotos de la caída de la torre eléctrica que reparaba. También sabía que leía mucho a Pérez-Reverte y a Anne Rice, que vivía solo, que le hacía la boca agua por los potajes, que de pequeño era muy mono y otras historietas infantiles vergonzosas que su querida madre soltaba cuando llegaba a visitarlo.
Él sabía menos de ella: que le encantaban los puzzles, que vivía en un piso a unas dos manzanas, que tenía alguien por ahí y que quería tener dos hijos, gracias a las oportunas peguntas de su querida madre. Claro, sabía mejor que ella que su horario era de nueve a dos de la mañana, de cuatro a ocho de la tarde y que almorzaba de dos y media a tres; que a veces iba al cine, que le gustaba Serrat, el baile, la pintura y las novelas de amor y aventura. Ella le había descubierto por completo, había visto hasta su cuerpo desnudo en cada aseado, cuando le lavaba y le acariciaba… el mejor momento del día. En cambio, él sólo podía ver las líneas perfectas de sus piernas, sus rodillas pequeñas articulando el mecanismo preciso y hermoso de su movimiento y la coreografía en aire de sus brazos. Los días que hacía más calor tenía desabrochado el primer botón de la camisa y se descubría el nacimiento de ese pequeño río de piel que formaba en su desembocadura unos senos que se intuían floridos.
Cada tres días tenía turno de noche, el paciente los contaba porque era en esas tandas cuando pasaba más tiempo con ella. Le dedicaba la mitad de la noche, cada hora se pasaba por su habitación y se sentaba un rato a su lado. El dolor dormido de los pacientes, la noche íntima intensificadora de sensaciones y el foco de luz de la lámpara… casi parecía una habitación hogareña. La enfermera le contaba la película que había visto en el cine, dónde transcurría, los actores que salían, lo que hacían sus personajes… casi parecía que la estaban viendo juntos. Otras veces leía para él los libros que tenía, describría el puzzle que acababa de terminar o simplemente le hablaba de cualquier cosa. Él solo la miraba y sonaba el aire que circulaba por los tubos.
Cuando se marchaba y percibía que su paciente no tenía sueño, le dejaba el discman y le ponía sus canciones, entonces él creía adivinar que había una intención escondida, que las canciones eran mensajes ocultos. Pocas veces contaba ella algo de su vida fuera, cuando colgaba la bata blanca, a él le gustaba imaginar que prefería esas cuatro paredes blanquecinas y con manchurrones. Por la noche a veces se podían escuchar a los bebés en maternidad, y se imaginaba con uno de ellos dos.
Hubo de pasar varios meses para que sus huesos recuperaran cierta consistencia que le devolviera al mundo de fuera. Poco a poco se fue curando, pero seguía sin poder respirar bien y sin hablar, oxigenándose por tubo. Una vez intentó decir algo pero no pudo, no importaba, ya le diría tarde o temprano que se quería quedar con ella, pero sin camilla de hospital y sin bártulos, sólo él. En los últimos días, ella le confesó algunas intimidades: que hacía tiempo que vivía sola, que quería tener un gato o un perro y que los puzzles eran la mejor forma de matar el tiempo, construyendo cuadros de arte de museos y paisajes de países que quería visitar. Él continuaba mirándola y sonaba el aire que circulaba por los tubos.
Salió queriendo volver a ingresar. El alta se lo dieron casi de improviso y ella estaba faltando al trabajo unos días por un cursillo de no sé qué. Perp tenía un plan: para cuando volviera le dejó un regalo, un puzzle de mil piezas con una nota: “monta una pieza por día”. Con muletas y un par de escayolas volvió a casa, aún no podía hablar, como si los tubos hubiesen aspirado las palabras. Una semana más tarde fue recuperando la voz y volvió, pero ella ya no era enfermera de ese hospital, la habían trasladado. Una cosa sí le aseguraron: recibió el puzzle el día que se lo dejó.
Hasta entonces, el antiguo paciente contó mil días. Si coincidía, la enfermera habría descubierto la nota que se construía detrás del motivo: el mensaje necesario de aquellos días de hospital.
El punto de encuentro es el paisaje del puzzle, un rincón italiano.
A Víctor y a Moi, las visitas al hospital inspiraron el relato.
Y a Lola, en paz descanse.
7 Comments:
"Para cuando volviera le dejó un regalo, un puzzle de mil piezas con una nota: “monta una pieza por día”.
Cantautor-no-mudo: ...
Llueven tus textos sobre un techo de zinc. Y a la noche la vence la poesía.
Gracias.
Es una sensación de dulzura... mientras lees la historia y después de leerla...
... estoy segura de que, entre otras cosas, naciste para escribir.
... me sorprendes siempre.
Insanity: Me gusta cómo te empeñas en decirme (no sé si convencerme) que soy "Cantautor-no-mudo". ¡Gracias!
Tu saludo, ya casi mañanero.
Mayka: Gracias por tus palabras, Koala. ¡Sí! Puede que te sorprenda, ¿pero será con palabras escritas? Porque creo que en persona sorprendo menos.
Shhh... espero no despertarte, me he asegurado de que tienes la persiana un poco subida.
Pido disculpas, posiblemente Mayka ya habría leído el relato después de que editara, pero lo publiqué con errores tipográficos.
la verdad es que me quedo con la misma sensación que mayka. a mi próximo peluche lo llamaré sr.chow :P
¿Sí, de verdad? Esto, yo... me has hecho sonrojar... Ay.
Gracias, ¡saludos!
Vaya, me llena de orgullo que mi hermano me dedique a medias un relato bajo el flexo... No sé si es cierto, pero me gusta imaginar que mi operación, y Susana a mi lado, te inspiraron un poco (y en lo de Pérez-Reverte...).
Aunque mirándolo por otro lado, entras en mi habitación, coges mis libros, mis discos; tengo que dormir (porque mis cosas están en una habitación, pero duermo con el Sr. Chow) al lado del flexo que tienes encendido mientras escribes (ahora que lo pienso: YO TAMBÉN FORMO PARTE DE LA HABITACIÓN 138, AUNQUE SÓLO DUERMA EN ELLA)... ¡deberías dedicarme más entradas!
Es coña, es broma, lo sabes. Lo dicho: un orgullo.
Oh, qué sorpresa la entrada de mi hermano, merodeador del estudio de la habitación 134 (¡no 138! Ay que ver...), jeje.
Por supuesto que es cierto lo que escribí sobre mi influencia, aunque tu hospitalización más que nada reforzó la idea, me volvió a recordar lo que en la visita a Víctor vino a la mente.
Las entradas dedicadas vendrán dependiendo de tu comportamiento en el estudio, jeje.
Oh, qué escena familiar tan tierna acabáis de presenciar...
Saludos Atreyu-Moi.
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