Historias de piano
Capítulo VII: La nueva alumna
El preludio número uno de Bach sonaba mientras Arturo caminaba por la habitación. El pianista había vuelto a su vida anterior: las clases de piano sin vacaciones, los pequeños conciertos sin compañía, su vida íntima sin compartir y las salidas por la noche por el centro. Volvió a tomar copas en el Café Jazz, pero no había vuelto a encontrarse con la rubia del largo mechón sobre el ojo. A diferencia de antes, el pianista divagaba con más profundidad.
- Arturo -lo llamó Irene-, que ya he terminado.
- Bien, muy bien -dijo Arturo tomando consciencia de la realidad. La niña movió unas partituras.
- ¿Me puedes tocar esto de Blanca?
- ¿Cómo?
- Esta partitura encima de la mesa, a lápiz.
Arturo cogió la partitura y la colocó en un rincón.
- No está acabada, Irene.
- Venga, tócala, por favor -suplicó la niña con su vocecita.
Si hay algo con lo que no puede Arturo, eso es la dulce intención de una niña. Se sentó al piano y colocó el esbozo de partitura en el atril.
- ¿Blanca es una persona? -preguntó Irene.
- No… -mintió Arturo-. Es una composición dedicada al color.
- ¿Tocas para el color blanco? ¿Y porqué blanca y no blanco?
- Haces demasiadas preguntas, Irene -le sonrió Arturo-. En verdad haces bien, porque de mayor no te responderán la mayoría.
Arturo comenzó a tocar la pieza titulada Blanca. Una composición minimalista con continuas modulaciones. Cuando la terminó, Irene dijo:
- No sé si es alegre o triste.
- ¿Te gustó?
- Sí -y se rió-: sin duda Blanca es una mujer.
- ¿Y tú eres una niña? Bueno, repite el preludio, cuidado con el tempo.
Blanca ocupaba gran parte de los pensamientos de Arturo.
La clase terminó y Arturo se metió en la ducha. En mitad de su higiene, alguien llamó a la puerta, cosa que le molestaba enormemente. El pianista apagó la ducha y se cortó el sonido del agua, volvieron a llamar. “Mierda”, pensó. Y alzó la voz: “¡Ahora no puedo abrir, venga más tarde!”. Esperó, el grifo goteó cinco veces; abrió el agua y llamaron de nuevo a la puerta. Arturo salió de la bañera, al apoyar el pie resbaló y su brazo dio con la esquina sobresaliente de un mueble de espejo. No se cortó de milagro, pero el dolor y el moratón era inevitable. El pianista se secó rápidamente, y salió con los pantalones y una toalla enrollada al cuello. Una chica esperaba detrás de la puerta, al verlo, no pudo evitar mirar el pecho desnudo. Ocultó una pequeña sonrisa.
- Perdona, ¿eres Arturo?
- Sí -respondió con cierta molestia.
- ¿El pianista?
- Sí.
- Vengo a que me des clases de piano.
- ¿Dónde te informaste?
- Vi un cartel -dijo sin importancia.
Un rápido vistazo echó Arturo a la joven mujer: llevaba una falda corta con la que lucía sus largas piernas y una camiseta ceñida. Sobre el pelo castaño y ondulado unas gafas de sol. Un piercing relucía en la aleta derecha de la nariz, Arturo no soportaba esos pendientes y aros que colgaban del cuerpo, a excepción de las orejas. La chica no tenía más de veinte años.
- ¿Cómo te llamas?
- Verónica.
- Entra y espera un momento, Verónica.
La chica curioseaba la habitación de Arturo, las estanterías repletas de discos, cargadas de libros, partituras y películas. No se detenía en ningún título, quizás buscaba algo que no fuese tan repetitivo. Arturo entró en la habitación completamente vestido.
- Así que quieres dar clases -concretó Arturo.
- Sí, ¿por qué tardaste en responder? ¿No quieres darme clase?
- Eres directa, no pienses eso. Dijiste que viste un cartel. Hace más de un mes que no publicito mis clases por carteles, no queda ninguno.
- Pues alguno te habrá quedado.
- Será eso -Arturo cambió de tema-. ¿Vives en el centro?
- Sí, tengo que coger un autobús.
- Las clases son de dos horas, puedes elegir un día a la semana o dos.
- Mejor dos, no me importa el precio.
- Quince euros la clase. ¿Qué te parece el martes y el jueves a las siete?
- Estupendo -sonrió Verónica-. Qué rápido hemos concretado.
- En un conservatorio habrías tardado semanas. Si no tienes ninguna pregunta nos vemos este jueves.
- Hasta el jueves.
El día de la primera clase, Arturo esperaba a Verónica. Fue un mal comienzo: la nueva alumna se retrasó quince minutos.
- La próxima vez intenta ser puntual -avisó Arturo.
- Perdona, estaba en una tienda comprando y se me hizo tarde.
- Si hubieses llegado tarde porque se retrasó el autobús o porque estuviste contemplando una escultura y se te fue el tiempo, lo habría dejado pasar.
- Bueno, soy sincera. No llegaré tarde, perdona.
- Es el primer día, lo olvidaremos. Siéntate al piano.
Verónica se sentó, Arturo sacó unas hojas de una carpeta.
- ¿Sabes algo de música?
- No, nada de nada.
- Bueno, algo sí sabrás, sabrás quién es Beethoven.
- Sí, eso sí lo sé.
- De acuerdo. Entonces, también tendrás que aprender a solfear. Hoy conocerás a fondo a las apasionantes do, mi, sol. Déjame un momento al piano.
Arturo fue explicando los conocimientos más básicos y elementales a su nueva alumna: esas tres notas, y, como figuras: la negra, la corchea y sus respectivos silencios. Verónica no dijo mucho, simplemente asentía a lo que Arturo explicaba. Parecía algo distraída.
- Las primeras clases te parecerán un poco más aburridas -intentó animarla Arturo-, demasiada teoría. Pero lo combinaremos con mucha práctica. Cuando dentro de un par de semanas empieces a tocar obras clásicas será más entretenido.
- No tienes fotos -dijo Verónica.
- ¿Por qué preguntas eso?
- No sé, me resulta raro no ver ninguna foto.
- Tengo fotos, pero están guardadas.
- ¿Tienes novia? -volvió a preguntar Verónica.
- No, no tengo novia. ¿Por qué me haces esas preguntas?
- Intentaba ser amable, crear un ambiente de confianza -explicó sonriente, inclinando la cabeza.
Arturo sonrió, le hacía bastante gracia.
- No quiero parecer borde, pero la confianza se consiguen con el paso de un debido tiempo.
- Me gusta cómo hablas -Verónica abrió mucho los ojos, con su cabeza inclinada-. Eres un buen profesor.
- Concéntrate un poco más, pronto terminaremos.
Todos los días Arturo mandaba ejercicios y estudios prácticos a Verónica. Pero en cada nueva clase, Arturo tenía la sensación de que Verónica no trabajaba lo suficiente, carecía de convicción y empeño. Lo que no faltaban, eran las continuas preguntas de sobre cualquier asunto, nada relacionado con su formación musical, y la mayoría de las veces se trataba de intimidades. El pianista empezó a cuestionar su interés por la música. Arturo siguió comprobando que la chica apenas avanzaba. En la séptima clase, el pianista fue directo.
- ¿Por qué quieres dar clases de piano?
- ¿Y esa pregunta, Arturo?
- Responde, por favor.
- Quiero aprender, ¿no te parece?
- No -remarcó Arturo-. Irene, la niña que viene antes que tú sí quiere aprender a tocar el piano. Se le nota, ni te imaginas la pasión de esa niña. Sin embargo, tú no practicas, no muestras interés. Apuesto a que no tienes piano en casa.
Verónica miró a Arturo desafiante.
- No, no tengo piano.
- Entonces se suspenderán las clases.
- No, quiero continuar. Yo soy quien paga, así que tú debes cumplir con tu trabajo.
- Sí, tú eres quien paga, pero yo soy el profesor -Arturo no tuvo más remedio que subir la voz para dominar la situación-. Me parece una pérdida de tiempo dar clases a una alumna con dudoso interés que no está avanzando. Las clases se suspenden.
- ¡No! Tú eres el profesor, por eso obedezco a lo que digas. Pero soy yo quien paga, y me tienes que dar clases aunque mis motivos los desconozcas o aunque apenas estudie. Yo pago, vas a mi ritmo.
Arturo no daba crédito, habría echado a Verónica al instante por sus últimas palabras. La prepotencia y el orgullo de esa chica superaban todo lo que había visto. Iba a echarla, pero no lo hizo. En el fondo, a Arturo le interesaba saber dónde quería llegar Verónica. Tiene que haber una explicación a toda esa función. Algo había oculto. Por eso, concluyó la discusión.
- De momento no se suspenderán las clases -le dijo una vez había recapacitado-. Ten muy claro esto: depende de ti que se mantengan, y no por causa del dinero. Nos vemos el próximo día.
- Gracias, Arturo -dijo con tono victorioso, con su cabeza inclinada… sin duda le gustaba hacer ese gesto.
El preludio número uno de Bach sonaba mientras Arturo caminaba por la habitación. El pianista había vuelto a su vida anterior: las clases de piano sin vacaciones, los pequeños conciertos sin compañía, su vida íntima sin compartir y las salidas por la noche por el centro. Volvió a tomar copas en el Café Jazz, pero no había vuelto a encontrarse con la rubia del largo mechón sobre el ojo. A diferencia de antes, el pianista divagaba con más profundidad.
- Arturo -lo llamó Irene-, que ya he terminado.
- Bien, muy bien -dijo Arturo tomando consciencia de la realidad. La niña movió unas partituras.
- ¿Me puedes tocar esto de Blanca?
- ¿Cómo?
- Esta partitura encima de la mesa, a lápiz.
Arturo cogió la partitura y la colocó en un rincón.
- No está acabada, Irene.
- Venga, tócala, por favor -suplicó la niña con su vocecita.
Si hay algo con lo que no puede Arturo, eso es la dulce intención de una niña. Se sentó al piano y colocó el esbozo de partitura en el atril.
- ¿Blanca es una persona? -preguntó Irene.
- No… -mintió Arturo-. Es una composición dedicada al color.
- ¿Tocas para el color blanco? ¿Y porqué blanca y no blanco?
- Haces demasiadas preguntas, Irene -le sonrió Arturo-. En verdad haces bien, porque de mayor no te responderán la mayoría.
Arturo comenzó a tocar la pieza titulada Blanca. Una composición minimalista con continuas modulaciones. Cuando la terminó, Irene dijo:
- No sé si es alegre o triste.
- ¿Te gustó?
- Sí -y se rió-: sin duda Blanca es una mujer.
- ¿Y tú eres una niña? Bueno, repite el preludio, cuidado con el tempo.
Blanca ocupaba gran parte de los pensamientos de Arturo.
La clase terminó y Arturo se metió en la ducha. En mitad de su higiene, alguien llamó a la puerta, cosa que le molestaba enormemente. El pianista apagó la ducha y se cortó el sonido del agua, volvieron a llamar. “Mierda”, pensó. Y alzó la voz: “¡Ahora no puedo abrir, venga más tarde!”. Esperó, el grifo goteó cinco veces; abrió el agua y llamaron de nuevo a la puerta. Arturo salió de la bañera, al apoyar el pie resbaló y su brazo dio con la esquina sobresaliente de un mueble de espejo. No se cortó de milagro, pero el dolor y el moratón era inevitable. El pianista se secó rápidamente, y salió con los pantalones y una toalla enrollada al cuello. Una chica esperaba detrás de la puerta, al verlo, no pudo evitar mirar el pecho desnudo. Ocultó una pequeña sonrisa.
- Perdona, ¿eres Arturo?
- Sí -respondió con cierta molestia.
- ¿El pianista?
- Sí.
- Vengo a que me des clases de piano.
- ¿Dónde te informaste?
- Vi un cartel -dijo sin importancia.
Un rápido vistazo echó Arturo a la joven mujer: llevaba una falda corta con la que lucía sus largas piernas y una camiseta ceñida. Sobre el pelo castaño y ondulado unas gafas de sol. Un piercing relucía en la aleta derecha de la nariz, Arturo no soportaba esos pendientes y aros que colgaban del cuerpo, a excepción de las orejas. La chica no tenía más de veinte años.
- ¿Cómo te llamas?
- Verónica.
- Entra y espera un momento, Verónica.
La chica curioseaba la habitación de Arturo, las estanterías repletas de discos, cargadas de libros, partituras y películas. No se detenía en ningún título, quizás buscaba algo que no fuese tan repetitivo. Arturo entró en la habitación completamente vestido.
- Así que quieres dar clases -concretó Arturo.
- Sí, ¿por qué tardaste en responder? ¿No quieres darme clase?
- Eres directa, no pienses eso. Dijiste que viste un cartel. Hace más de un mes que no publicito mis clases por carteles, no queda ninguno.
- Pues alguno te habrá quedado.
- Será eso -Arturo cambió de tema-. ¿Vives en el centro?
- Sí, tengo que coger un autobús.
- Las clases son de dos horas, puedes elegir un día a la semana o dos.
- Mejor dos, no me importa el precio.
- Quince euros la clase. ¿Qué te parece el martes y el jueves a las siete?
- Estupendo -sonrió Verónica-. Qué rápido hemos concretado.
- En un conservatorio habrías tardado semanas. Si no tienes ninguna pregunta nos vemos este jueves.
- Hasta el jueves.
El día de la primera clase, Arturo esperaba a Verónica. Fue un mal comienzo: la nueva alumna se retrasó quince minutos.
- La próxima vez intenta ser puntual -avisó Arturo.
- Perdona, estaba en una tienda comprando y se me hizo tarde.
- Si hubieses llegado tarde porque se retrasó el autobús o porque estuviste contemplando una escultura y se te fue el tiempo, lo habría dejado pasar.
- Bueno, soy sincera. No llegaré tarde, perdona.
- Es el primer día, lo olvidaremos. Siéntate al piano.
Verónica se sentó, Arturo sacó unas hojas de una carpeta.
- ¿Sabes algo de música?
- No, nada de nada.
- Bueno, algo sí sabrás, sabrás quién es Beethoven.
- Sí, eso sí lo sé.
- De acuerdo. Entonces, también tendrás que aprender a solfear. Hoy conocerás a fondo a las apasionantes do, mi, sol. Déjame un momento al piano.
Arturo fue explicando los conocimientos más básicos y elementales a su nueva alumna: esas tres notas, y, como figuras: la negra, la corchea y sus respectivos silencios. Verónica no dijo mucho, simplemente asentía a lo que Arturo explicaba. Parecía algo distraída.
- Las primeras clases te parecerán un poco más aburridas -intentó animarla Arturo-, demasiada teoría. Pero lo combinaremos con mucha práctica. Cuando dentro de un par de semanas empieces a tocar obras clásicas será más entretenido.
- No tienes fotos -dijo Verónica.
- ¿Por qué preguntas eso?
- No sé, me resulta raro no ver ninguna foto.
- Tengo fotos, pero están guardadas.
- ¿Tienes novia? -volvió a preguntar Verónica.
- No, no tengo novia. ¿Por qué me haces esas preguntas?
- Intentaba ser amable, crear un ambiente de confianza -explicó sonriente, inclinando la cabeza.
Arturo sonrió, le hacía bastante gracia.
- No quiero parecer borde, pero la confianza se consiguen con el paso de un debido tiempo.
- Me gusta cómo hablas -Verónica abrió mucho los ojos, con su cabeza inclinada-. Eres un buen profesor.
- Concéntrate un poco más, pronto terminaremos.
Todos los días Arturo mandaba ejercicios y estudios prácticos a Verónica. Pero en cada nueva clase, Arturo tenía la sensación de que Verónica no trabajaba lo suficiente, carecía de convicción y empeño. Lo que no faltaban, eran las continuas preguntas de sobre cualquier asunto, nada relacionado con su formación musical, y la mayoría de las veces se trataba de intimidades. El pianista empezó a cuestionar su interés por la música. Arturo siguió comprobando que la chica apenas avanzaba. En la séptima clase, el pianista fue directo.
- ¿Por qué quieres dar clases de piano?
- ¿Y esa pregunta, Arturo?
- Responde, por favor.
- Quiero aprender, ¿no te parece?
- No -remarcó Arturo-. Irene, la niña que viene antes que tú sí quiere aprender a tocar el piano. Se le nota, ni te imaginas la pasión de esa niña. Sin embargo, tú no practicas, no muestras interés. Apuesto a que no tienes piano en casa.
Verónica miró a Arturo desafiante.
- No, no tengo piano.
- Entonces se suspenderán las clases.
- No, quiero continuar. Yo soy quien paga, así que tú debes cumplir con tu trabajo.
- Sí, tú eres quien paga, pero yo soy el profesor -Arturo no tuvo más remedio que subir la voz para dominar la situación-. Me parece una pérdida de tiempo dar clases a una alumna con dudoso interés que no está avanzando. Las clases se suspenden.
- ¡No! Tú eres el profesor, por eso obedezco a lo que digas. Pero soy yo quien paga, y me tienes que dar clases aunque mis motivos los desconozcas o aunque apenas estudie. Yo pago, vas a mi ritmo.
Arturo no daba crédito, habría echado a Verónica al instante por sus últimas palabras. La prepotencia y el orgullo de esa chica superaban todo lo que había visto. Iba a echarla, pero no lo hizo. En el fondo, a Arturo le interesaba saber dónde quería llegar Verónica. Tiene que haber una explicación a toda esa función. Algo había oculto. Por eso, concluyó la discusión.
- De momento no se suspenderán las clases -le dijo una vez había recapacitado-. Ten muy claro esto: depende de ti que se mantengan, y no por causa del dinero. Nos vemos el próximo día.
- Gracias, Arturo -dijo con tono victorioso, con su cabeza inclinada… sin duda le gustaba hacer ese gesto.
Ilustración: Woman & Piano, Sabzi.
6 Comments:
Cantautor-no-mudo, una vez mas me conmuevo ante un texto tuyo.
Las “Historias de piano” son mis preferidas, aunque no hay un solo texto que no me toque el corazón. Los dedos de tu alma escriben caricias inclusive cuando son depositadas en filosos pentagramas.
(Y no me agradezcas)
Feliz semana, Sr. Chow.
"El preludio número uno de Bach sonaba mientras Arturo caminaba por la habitación"...
Me has dejado con la intriga...
Esa chica tiene otro interés que no es el piano, ¿tendrá algo que ver con blanca?
Besos musicales! Mua! :)
Creo que alguien debería decirle a Arturo que no tiene que ceder, que debe dejarle claro que el dinero no lo es todo y que él no se vende. Eso sería una lección mejor que sus clases de piano, pero a lo mejor la minifalda y/o el misterio de la niña caprichosa tienen más poder que el que creemos...
A ver cómo sigue.
Tantas veces la curiosidad mata al pez...
Pero, por otro lado: ¿Qué haríamos sin curiosidad?
Besitos musicales
(Y si aprendiese mucho mucho hazle tocar algo de Bach, que es mi favorito)
Querida Insanity:
"Los filosos pentagramas". Cómo me gusta la frase, ya te dije...
Un saludo barroco, al estilo Bach.
Najwa: Mmm, ¿qué pasará? Sí, hay algo raro en Verónica: ¿Una rebeldía sin causa o premeditada? Ya veremos... Gracias por tu visita.
Un saludo musical, entonces.
Fiorecilla: ¿Habrá decidido bien Arturo? No lo sabremos hasta un par de capítulos más. Te digo una cosa: a partr de aquí, a Arturo se le van a complicar las cosas...
Un saludo, ¡a ver cómo sigue!
Ma'heona'e: la curiosidad, la tentación, la manzana... ¿Tú habrías echado a esa alumna? Jeje, bueno, ¿y si fuese un alumno?
(A ver si aprende algo, algo y puede tocar alguna fácil de Bach, anda. Pero Bach cuesta).
Un saludo, gran dama.
Felicienta:
"me intriga hormiga"
¡Qué dicho tan curioso!
Muchas gracias por tu visita, dejando estrellas y todo a tu paso. La puerta está abierta, ya sabes.
Un saludo pasado de las 12 de la noche.
menos mal que al bueno de arturo ha vuelto...
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