Historias de piano
Capítulo VIII: Secretos bajo un mechón rubio.
Las clases con Verónica seguían siendo un misterio. Arturo no lograba descubrir las verdaderas intenciones de su nueva alumna, nada, ninguna cosa. Al pianista le costaba mantener un ritmo en clase, a veces, ni siquiera se podían considerar clases, pues Verónica interrumpía las lecciones y preguntaba a Arturo sobre sus aspectos personales, o sobre aparentes banalidades para llegar a lo reservado. Pese a las desconfianzas, Arturo mantenía en las clases un estado agradable, empezaba a encontrar gracioso todo ese asunto. Verónica, aún sin piano en casa, claro, había aprendido algo.
- No está mal -analizó Arturo- por fin has aprendido la canción de cuna.
- Y sin piano en casa, ¿eh? -se vanagloriaba Verónica-. ¡Ni Beethoven!
- Ha costado, pero me alegra ver que algo hemos montado.
- ¡El teclado que pinté en mi escritorio ha servido de mucho!
- Pues no lo borres, para la semana que viene cuida los matices.
- ¿Y cómo lo hago si no puedo escucharme? -se quejó Verónica.
- Ese es problema de tu piano, no mío. La clase terminó.
Arturo cerró la tapa, Verónica maquinaba en su cabeza.
- Querido maestro, hoy estás un poco más arreglado de lo normal, ¿sales esta noche?
- Sí, por el centro -error, Arturo se arrepintió al instante de afirmar esa pregunta.
- Yo también salgo, con mi novio, ¿por dónde sales?
- Cerca del puerto, por esos bares -mintió Arturo.
- Podríamos vernos. ¿Qué te parece?
- No salgo con mis alumnos.
- Un día te convenceré.
Arturo imaginaba lo inoportuno que podría ser salir con Verónica de copas, sería caer en su extraño juego, aunque por otro lado, el mejor modo de averiguar algo.
Una cena solo y frugal escuchando a Mahler y a la calle. La noche era fría, de final de invierno. En el aire intoxicado de humo y rocío podía adivinarse el temprano olor de la primavera. Pronto, Arturo tendría que volver a escuchar el primer tiempo de la primavera de Las cuatro estaciones. Cada mes, el pianista tenía como costumbre escuchar el tiempo que correspondía de la obra de Vivaldi. Manías de un músico incomprendido; aunque, sí es cierto que, cuando Arturo alcanzó la fama como reconocidísimo músico, continuó cumpliendo el ritual.
El Café Jazz seguía siendo el rincón favorito del pianista, horas muertas de jazz y alcohol; no sabría Arturo vislumbrar si toda esa mezcolanza le aliviaba o le cargaba más. Lo que sí creía reconocer es que, en las últimas visitas esperaba encontrar a la mujer del largo vestido negro, la mujer rubia del mechón sobre el ojo izquierdo, aquella de nombre desconocido. No la veía desde fin de año. Pero, esta vez, su paseo nocturno tendría éxito: entró en el local, el saxo del pájaro Parker revoloteaba en los agudos de una escala. En ese torbellino musical, íntimo y frénetico estaba ella sentada en la butaca de siempre. La mujer misteriosa lo vio y levantó su mano indicando un asiento libre. Arturo se sentó y pidió un Southern confort, no hace falta decir que la invitó a una copa.
- Tengo que confesarte que me alegra mucho encontrarte -empezó Arturo.
- Oh, pianista, yo también, claro -respondió ella, con su voz de grave sensualidad, esa voz tan suya.
- ¿Qué tal estás?
- Bien. ¿Y tú?
- Bien, bien…
- Cada uno con sus secretos -sonrió ella, cruzando las piernas para apoyar su codo.
- Podrías decirme tu nombre, y ya es uno menos.
- Podrías decirme tú el tuyo.
Arturo sonrió, le encantaba esa batalla.
- Está bien, te diré mi nombre. El verdadero, el único. Me llamo…
La mujer del mechón sobre el ojo puso el dedo índice en los labios de Arturo.
- Shhhh. A su tiempo.
Retiró su fino dedo con una casi imperceptible caricia, Arturo cayó en la sutileza del roce. La mujer del ojo oculto bajo el mechón sacó un cigarrillo de una tabaquera negra, Arturo sacó el mechero para encenderlo. Ella aspiró, el humo salió, le miró a los ojos agradeciéndolo.
- ¿Cuándo fue la última vez que nos vimos? -preguntó ella-. En fin de año, ¿verdad?
- Eso creo -dudó falsamente, bien sabía él que era ese día. Ella sonrió.
- Oh, sí. Te tuviste que ir, te llamaron al teléfono. Y como no volviste, al final tuve razón: te fuiste con otra mujer.
Arturo no podía admitirlo, era totalmente cierto, la noche en la que todo empezó con Blanca. Pero no podía reconocérselo, esa mujer era consciente de todo.
- No volví, es cierto -se disculpaba Arturo-. Pero eso no quiere decir que me fuera con otra mujer, sigues viéndome como un mujeriego. Se trataba de un amigo.
La mujer rubia del vestido negro se rió.
- ¡Reconozco que sabes mentir muy bien! Pero me percato de cualquier coartada, forma parte de mi experiencia.
- Esta vez podrías estar equivocada.
Ella miró al frente, dio una larga calada y las volutas se fundieron con las notas de Parker. Sin duda, esa noche del Café Jazz estaba dedicada al inmortal Bird. Segundos más tardes, la mujer del mechón rubio sobre el ojo contraatacó sorprendentemente.
- Blanca es una mujer muy insegura y estancada. Que haya vuelto atrás no fue culpa tuya.
Arturo se quedó inmóvil, casi se le desliza el hielo de la copa por la garganta. No pudo siquiera ocultar un mínimo gesto, ¿cómo era posible que supiera todo eso? Ella pareció escuchar la pregunta y sonrió. Ya tarde, Arturo intentó disfrazar su impresión.
- Ella prefirió marcharse. Es lo que quería, me parece bien -dilucidó Arturo-. No sabía que conocieras a Blanca.
- En realidad ella no me conoce.
- Pero, sin embargo, sabes todo eso…
- Hoy he decidido sorprenderte. ¿Cuántas sorpresas quieres?
Arturo no sabía qué gesto mostrar, qué mueca, la impresión lo anulaba de nuevo.
- Voy a sorprenderte tres veces, ¿de acuerdo? Ya llevo una sorpresa.
Arturo reaccionó, era hora de aclarar todo eso.
- No conoces a Blanca pero en realidad sabes ese asunto, ¿cómo es posible?
- Ella no me conoce, sólo un poco de vista. O mejor dicho: de oída.
- ¿De oída?
Ella bebió sonriente, quería prolongar la impaciente espera de la respuesta.
- Era su vecina, toco el violín.
La segunda sorpresa descubierta: La vecina que tocaba el violín, la que en cierta ocasión se refirió Blanca. El violín y que Arturo escuchó justamente el último día que vio a Blanca. Esa violinista era la mujer del largo mechón sobre el ojo izquierdo.
- ¡Tú eras la que tocaba el pasaje lento de En un mercado persa!
- No recuerdo en qué momento. Vaya, ¿me escuchaste?
Arturo no supo si esa cuestión era realmente una pregunta inocente.
- Entonces vives allí.
- No, ahora no.
- ¿Ahora no?
Ella volvió a sonreír, sabía que dominaba la conversación.
- Suelo mudarme a menudo.
- ¿A causa de tu misterioso trabajo, del violín? ¿Por qué no me dijiste que tocabas? No sabemos nuestros nombres, pero tú sí sabías que soy pianista.
- No soy la única que guarda secretos.
- De acuerdo -Arturo reorientó la conversación-. Podríamos hacer un dúo, tocar a Elgar, el Salut d’amour.
La mujer del ojo oculto bajo el mechón echó la cabeza hacia atrás, sonriente. En el breve balanceo, Arturo intentó atisbar un asomo de su rostro oculto. Fue imposible. Ella se incorporó, miró fijamente a Arturo y dio otra larga calada. El humo salió en forma de espiral, como si se tratara de un ardid hipnótico. Siguieron escudriñándose los ojos, es decir, los dos ojos de Arturo al único visible de ella.
- Ya sé porqué miras con un solo ojo, porqué ocultas el izquierdo.
- Dime porqué lo hago.
- Porque tienen tanta fuerza que, si miraras con los dos, romperías el mundo en mil pedazos.
Ella se mostró en un principio halagada, pero segundos después, su sonrisa se volvió críptica. Volvió la cara, miraba al frente.
- En cierto modo, tienes razón -atestiguó ella con cierto pesar.
- Descúbremelo. Hay muchos puntos que me gustaría aclarar. En realidad no me has respondido a nada, sólo has creado más preguntas.
- Me encantaría -dijo levantándose de la butaca-. Pero esta vez soy yo la que se tiene que ir.
- ¿Es una venganza por la última vez?
- Puede ser -sonrió ella-. No, me tengo que marchar.
- Nos veremos por aquí, violinista.
- Eso espero, pianista.
Caminó elegantemente hacia la puerta, Arturo recordó que la violinista aseguró que le sorprendería tres veces, y sólo le había impresionado dos. En esas cavilaciones, la mujer del mechón rubio sobre el ojo se volvió.
- Cuídate, Arturo.
Ahí está, la tercera sorpresa. Aunque, Arturo se preguntó si debería sorprenderse por el hecho de que supiese su nombre, o, en cambio, por el tono preventivo de ese cuídate. Allí lo dejó ella, anonadado por todo, con una copa y muchas preguntas. En el local sonaba Charlie Parker con I'm in the mood for love.
Una hora más tarde, y tras bañar las incertidumbres en alcohol, Arturo salió a la calle, a la noche fresca. Se detuvo: en su bolsillo sonaba el móvil, en al pantalla aparecía el nombre de Blanca. Era ese momento, aquel en el que Arturo, en un futuro, se arrepentiría de no haber respondido a esa llamada.
Las clases con Verónica seguían siendo un misterio. Arturo no lograba descubrir las verdaderas intenciones de su nueva alumna, nada, ninguna cosa. Al pianista le costaba mantener un ritmo en clase, a veces, ni siquiera se podían considerar clases, pues Verónica interrumpía las lecciones y preguntaba a Arturo sobre sus aspectos personales, o sobre aparentes banalidades para llegar a lo reservado. Pese a las desconfianzas, Arturo mantenía en las clases un estado agradable, empezaba a encontrar gracioso todo ese asunto. Verónica, aún sin piano en casa, claro, había aprendido algo.
- No está mal -analizó Arturo- por fin has aprendido la canción de cuna.
- Y sin piano en casa, ¿eh? -se vanagloriaba Verónica-. ¡Ni Beethoven!
- Ha costado, pero me alegra ver que algo hemos montado.
- ¡El teclado que pinté en mi escritorio ha servido de mucho!
- Pues no lo borres, para la semana que viene cuida los matices.
- ¿Y cómo lo hago si no puedo escucharme? -se quejó Verónica.
- Ese es problema de tu piano, no mío. La clase terminó.
Arturo cerró la tapa, Verónica maquinaba en su cabeza.
- Querido maestro, hoy estás un poco más arreglado de lo normal, ¿sales esta noche?
- Sí, por el centro -error, Arturo se arrepintió al instante de afirmar esa pregunta.
- Yo también salgo, con mi novio, ¿por dónde sales?
- Cerca del puerto, por esos bares -mintió Arturo.
- Podríamos vernos. ¿Qué te parece?
- No salgo con mis alumnos.
- Un día te convenceré.
Arturo imaginaba lo inoportuno que podría ser salir con Verónica de copas, sería caer en su extraño juego, aunque por otro lado, el mejor modo de averiguar algo.
Una cena solo y frugal escuchando a Mahler y a la calle. La noche era fría, de final de invierno. En el aire intoxicado de humo y rocío podía adivinarse el temprano olor de la primavera. Pronto, Arturo tendría que volver a escuchar el primer tiempo de la primavera de Las cuatro estaciones. Cada mes, el pianista tenía como costumbre escuchar el tiempo que correspondía de la obra de Vivaldi. Manías de un músico incomprendido; aunque, sí es cierto que, cuando Arturo alcanzó la fama como reconocidísimo músico, continuó cumpliendo el ritual.
El Café Jazz seguía siendo el rincón favorito del pianista, horas muertas de jazz y alcohol; no sabría Arturo vislumbrar si toda esa mezcolanza le aliviaba o le cargaba más. Lo que sí creía reconocer es que, en las últimas visitas esperaba encontrar a la mujer del largo vestido negro, la mujer rubia del mechón sobre el ojo izquierdo, aquella de nombre desconocido. No la veía desde fin de año. Pero, esta vez, su paseo nocturno tendría éxito: entró en el local, el saxo del pájaro Parker revoloteaba en los agudos de una escala. En ese torbellino musical, íntimo y frénetico estaba ella sentada en la butaca de siempre. La mujer misteriosa lo vio y levantó su mano indicando un asiento libre. Arturo se sentó y pidió un Southern confort, no hace falta decir que la invitó a una copa.
- Tengo que confesarte que me alegra mucho encontrarte -empezó Arturo.
- Oh, pianista, yo también, claro -respondió ella, con su voz de grave sensualidad, esa voz tan suya.
- ¿Qué tal estás?
- Bien. ¿Y tú?
- Bien, bien…
- Cada uno con sus secretos -sonrió ella, cruzando las piernas para apoyar su codo.
- Podrías decirme tu nombre, y ya es uno menos.
- Podrías decirme tú el tuyo.
Arturo sonrió, le encantaba esa batalla.
- Está bien, te diré mi nombre. El verdadero, el único. Me llamo…
La mujer del mechón sobre el ojo puso el dedo índice en los labios de Arturo.
- Shhhh. A su tiempo.
Retiró su fino dedo con una casi imperceptible caricia, Arturo cayó en la sutileza del roce. La mujer del ojo oculto bajo el mechón sacó un cigarrillo de una tabaquera negra, Arturo sacó el mechero para encenderlo. Ella aspiró, el humo salió, le miró a los ojos agradeciéndolo.
- ¿Cuándo fue la última vez que nos vimos? -preguntó ella-. En fin de año, ¿verdad?
- Eso creo -dudó falsamente, bien sabía él que era ese día. Ella sonrió.
- Oh, sí. Te tuviste que ir, te llamaron al teléfono. Y como no volviste, al final tuve razón: te fuiste con otra mujer.
Arturo no podía admitirlo, era totalmente cierto, la noche en la que todo empezó con Blanca. Pero no podía reconocérselo, esa mujer era consciente de todo.
- No volví, es cierto -se disculpaba Arturo-. Pero eso no quiere decir que me fuera con otra mujer, sigues viéndome como un mujeriego. Se trataba de un amigo.
La mujer rubia del vestido negro se rió.
- ¡Reconozco que sabes mentir muy bien! Pero me percato de cualquier coartada, forma parte de mi experiencia.
- Esta vez podrías estar equivocada.
Ella miró al frente, dio una larga calada y las volutas se fundieron con las notas de Parker. Sin duda, esa noche del Café Jazz estaba dedicada al inmortal Bird. Segundos más tardes, la mujer del mechón rubio sobre el ojo contraatacó sorprendentemente.
- Blanca es una mujer muy insegura y estancada. Que haya vuelto atrás no fue culpa tuya.
Arturo se quedó inmóvil, casi se le desliza el hielo de la copa por la garganta. No pudo siquiera ocultar un mínimo gesto, ¿cómo era posible que supiera todo eso? Ella pareció escuchar la pregunta y sonrió. Ya tarde, Arturo intentó disfrazar su impresión.
- Ella prefirió marcharse. Es lo que quería, me parece bien -dilucidó Arturo-. No sabía que conocieras a Blanca.
- En realidad ella no me conoce.
- Pero, sin embargo, sabes todo eso…
- Hoy he decidido sorprenderte. ¿Cuántas sorpresas quieres?
Arturo no sabía qué gesto mostrar, qué mueca, la impresión lo anulaba de nuevo.
- Voy a sorprenderte tres veces, ¿de acuerdo? Ya llevo una sorpresa.
Arturo reaccionó, era hora de aclarar todo eso.
- No conoces a Blanca pero en realidad sabes ese asunto, ¿cómo es posible?
- Ella no me conoce, sólo un poco de vista. O mejor dicho: de oída.
- ¿De oída?
Ella bebió sonriente, quería prolongar la impaciente espera de la respuesta.
- Era su vecina, toco el violín.
La segunda sorpresa descubierta: La vecina que tocaba el violín, la que en cierta ocasión se refirió Blanca. El violín y que Arturo escuchó justamente el último día que vio a Blanca. Esa violinista era la mujer del largo mechón sobre el ojo izquierdo.
- ¡Tú eras la que tocaba el pasaje lento de En un mercado persa!
- No recuerdo en qué momento. Vaya, ¿me escuchaste?
Arturo no supo si esa cuestión era realmente una pregunta inocente.
- Entonces vives allí.
- No, ahora no.
- ¿Ahora no?
Ella volvió a sonreír, sabía que dominaba la conversación.
- Suelo mudarme a menudo.
- ¿A causa de tu misterioso trabajo, del violín? ¿Por qué no me dijiste que tocabas? No sabemos nuestros nombres, pero tú sí sabías que soy pianista.
- No soy la única que guarda secretos.
- De acuerdo -Arturo reorientó la conversación-. Podríamos hacer un dúo, tocar a Elgar, el Salut d’amour.
La mujer del ojo oculto bajo el mechón echó la cabeza hacia atrás, sonriente. En el breve balanceo, Arturo intentó atisbar un asomo de su rostro oculto. Fue imposible. Ella se incorporó, miró fijamente a Arturo y dio otra larga calada. El humo salió en forma de espiral, como si se tratara de un ardid hipnótico. Siguieron escudriñándose los ojos, es decir, los dos ojos de Arturo al único visible de ella.
- Ya sé porqué miras con un solo ojo, porqué ocultas el izquierdo.
- Dime porqué lo hago.
- Porque tienen tanta fuerza que, si miraras con los dos, romperías el mundo en mil pedazos.
Ella se mostró en un principio halagada, pero segundos después, su sonrisa se volvió críptica. Volvió la cara, miraba al frente.
- En cierto modo, tienes razón -atestiguó ella con cierto pesar.
- Descúbremelo. Hay muchos puntos que me gustaría aclarar. En realidad no me has respondido a nada, sólo has creado más preguntas.
- Me encantaría -dijo levantándose de la butaca-. Pero esta vez soy yo la que se tiene que ir.
- ¿Es una venganza por la última vez?
- Puede ser -sonrió ella-. No, me tengo que marchar.
- Nos veremos por aquí, violinista.
- Eso espero, pianista.
Caminó elegantemente hacia la puerta, Arturo recordó que la violinista aseguró que le sorprendería tres veces, y sólo le había impresionado dos. En esas cavilaciones, la mujer del mechón rubio sobre el ojo se volvió.
- Cuídate, Arturo.
Ahí está, la tercera sorpresa. Aunque, Arturo se preguntó si debería sorprenderse por el hecho de que supiese su nombre, o, en cambio, por el tono preventivo de ese cuídate. Allí lo dejó ella, anonadado por todo, con una copa y muchas preguntas. En el local sonaba Charlie Parker con I'm in the mood for love.
Una hora más tarde, y tras bañar las incertidumbres en alcohol, Arturo salió a la calle, a la noche fresca. Se detuvo: en su bolsillo sonaba el móvil, en al pantalla aparecía el nombre de Blanca. Era ese momento, aquel en el que Arturo, en un futuro, se arrepentiría de no haber respondido a esa llamada.
5 Comments:
Esto se pone muy interesante. La violinista sabe demasiado...
Un beso y cuídate, Carlos.
(vi Piratas del Caribe II, te lo cuento en mi blog, pero por si no lo lees te lo digo aquí: es buena, pero...)
Cada vez más misterioso. Me encantan tus dialogos.
Un abrazo.
Hay, en esa extraña relación, un cierto aroma a prohibido que engancha...
M'a'gustao :)
Excelente!
Me quedé sin palabras tras leer tu escrito.
Llegué de rebote y creo que me quedaré algún tiempo...
Saludos cordiales
Fiorecilla, Gabi, Rocío: Gracias por vuestras opiniones, pronto las cosas se complicarán más para Arturo...
Qué gratas vuestras visitas.
Dani González Porcar: Yo sí que no tengo palabras, compañero. Bienvenido al estudio del Sr. Chow, encantado de que te quedes, ¡te lo agradezco mucho!
Saludos a todos.
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