sábado, mayo 19, 2007

Corte de pelo

(Relatos bajo el flexo)

En el descanso se reunieron como siempre para tomarse el café. Los dos se pedían un cortado, y para ser del trabajo no estaba nada mal, los jefazos sabrían que de un buen café dependía la motivación del empleado. La escena era muy parecida a cuando un par de años antes se lo bebían en la cafetería de la universidad, e incluso cuando aún más tiempo atrás degustaban el aroma en el instituto.
- Tienes una garganta de mierda, si no está caliente.
- Sigue estando caliente para mí, quema.
- Y dos sobres de azúcar… a ver si aprendes a saborear el café de verdad.
El otro no reaccionó al ataque, pero su amigo sólo intentaba hacerle reaccionar, enseguida vio que tendría que ir al grano.
- Venga hombre, ¿qué te pasa? Tardas más de lo costumbre en bebértelo.
- Se me cayó una muela.
- ¿Sí?
- Sí, el otro día.
- Joder, es una putada. Te tendrás que poner una de esas de mentira.
- Cuestan un pastón, pero aun así ese no es el problema.
- ¿Y cuál es?
- Se me ha caído una muela, tengo una cana en el pelo… ¡mira! –exclamó cuando se señaló el pelito blanco entre una maraña de pelo moreno-. No puedo creer que se me haya caído una muela y me haya salido una cana. ¿Cómo puede ser que me sienta viejo con 23 años?
- Uuuf –resopló el amigo-. Qué exagerado eres.
- Puede, pero es una cosa pequeña tras otra, y sin darte cuenta es una bola de cosas.
- Ha sido mala suerte.
- Pues estoy harto de la mala suerte.
- Y que eres demasiado sensible.
- ¿Cómo?
- Lo acabas de decir, haces una bola grande con todo. Tienes que ver las cosas con otra perspectiva, manda a la mierda esas pequeñeces que te están jodiendo. El problema eres tú, y no la muela, ni la cana, ni cualquier otro fracaso. ¿Por qué lo ves tan trágico? ¿En todo eso dónde está Laura?
El otro baja la cabeza y guarda silencio, como si su amigo le hubiese lanzado un dardo mortal.
- ¿Qué ocurre con ella?
- Sé que me va a dejar.
El otro comenzó a reírse, no se lo creía. Y el desilusionado amigo frunció el ceño.
- ¿Por qué crees eso? Vamos, cuéntame.
- Ayer llegué al piso, como siempre ella ya había llegado del trabajo y estaba preparando la cena. En principio era la escena cotidiana perfecta: el delantal de mandarinas, su tarareo de alguna canción, el movimiento de sus caderas… Pero había un elemento que cambió toda la escena, un detalle que, aunque pueda parecer ridículo, es tremendamente importante…
- Dilo ya.
- …se cortó el pelo. Su larga cabellera había desaparecido y en su lugar quedaba una línea oblicua perfecta que recortaba su cuello.
- ¡Te superas en cada frase! –lo aplaudió su amigo.
- Ya veo que no te lo tomas en serio. Tú sabes perfectamente lo que significa su pelo en nuestra relación. Me enamoré de ella por su pelo, fue el condicionante. ¡Ella lo sabe! Y muchas veces se lo recuerdo cuando… en fin, ya sabes. Pues adiós a su melena, ¡tijeretazo! ¿Es que ni se acordó? Encima, cuando la vi con su nuevo peinado le pregunté: “¿Y eso?”. Y ella: “Nada, que me apetecía cortarme el pelo. ¿Te gusta?”. Y yo: “sí, estás preciosa”. Ella ha cambiado, lo he estado notando, la relación falla, querrá dejarlo.
- ¿Quieres dejar de racionalizar todo? Te vas a volver loco, menuda forma de explicarlo. Esto no es estadística. Así no funcionan las cosas.
- ¿Crees que hago eso?
- Es tu forma de ser, pero ten cuidado. Tómatelo con más calma. ¿Estás tan seguro? Pues plantéaselo a ella esta noche cuando llegues.

Eso iba a hacer, se armó de orgullo y cuando llegó más tarde a casa sabía que hablaría con ella. Laura preparaba, cómo no, la cena, así que decidió primero ducharse; pero luego en la cena no encontró hueco entre el masticar para hablar; y cuando se quiso dar cuenta, ella ya se había puesto el pijama y había cogido el libro con el que, diez minutos después, se quedaría dormida. Él se quedó con la camiseta medio quitada pensando todo eso, de pronto ella sentenció:
- Tenemos que hablar.
Se le vino el mundo encima, le pareció ver el piso con la mitad de los muebles, entendió que esa noche ya no le quitaría el libro de encima de sus pechos.
- Sí, tenemos que hablar -continuó ella con remordimiento-. Estos días te he notado extraño. ¿Te pasa algo?
- No, ¿por qué?
- Sé que he estado demasiado pendiente en el asunto de la galería y te he dejado al margen…
- No pasa nada, es un trabajo importante para ti. Es normal que le tengas que dedicar demasiado tiempo.
- Y, ¿sabes? Cuando me corté el pelo caí en la cuenta de que quizás te disgustaría...
- Para nada, si estás preciosa. Si querías cambiar de imagen, estupendo.
- ¿En serio? Perdona, he llegado a pensar cosas muy raras…
- De verdad, no pienses más en ello –la besó cariñosamente y notó cómo el cuerpo de ella se relajaba al instante.

En el café del día siguiente estaba pletórico: le contó al otro todo lo ocurrido y dejó constancia de lo feliz que estaba. No había ningún problema, ese corte de pelo no significaba nada, es más, ahora le parecía aún más hermosa que antes.
- Me alegro por ti –le dijo el amigo-. Aunque en verdad no hayas aprendido la lección
- ¿Qué lección?
- No lo llamemos lección, no es eso exactamente. Quiero decir que si ella cambia de estilo musical no pienses que te va dejar.
- Tampoco exageres, no pensaría algo así. Lo del pelo era una excepción.
- ¿Seguro?
- Segurísimo.
- Pues tómate ya el café, que hay que volver al curro.

miércoles, mayo 09, 2007

El Chaikovsky

(Desvaríos noctambulares)

Hay días en que mi destartalado piano se me queja por tocarlo. La culpa es mía, dejo que calle demasiado y él no puede sonar solo. Así que se estropea. La relación de un instrumentista con su instrumento se constituye de una dependencia total, casi como una relación de pareja. Y si no hay trato y devoción, se rompe. No me extraña que mi piano farfulle por abandonarlo, antes de eso el pobre ya sufrió una dura mudanza bajo la lluvia y vivió una temporada apoyado en una pared húmeda. Aquello fue para él como un tumor.

Suelo tener las manos frías. Algo de la circulación… no recuerdo más de lo que dijo el médico, no le prestó ninguna atención porque no era nada grave, una estúpida anomalía. Pero el invierno es la peor época, ya que las manos se entumecen y están, literalmente, heladas. En un primer momento era peor: tenía que aplicarme dos tipos de gel porque mis manos se volvían moradas, se agrietaban y a veces salía algún punto de sangre. Por aquel entonces, me gustaba convencerme a mí mismo que eso que ocurría era algo totalmente normal, ¡porque mis manos eran manos de pianista! Y con razón, muy delicadas.

Las manos mejoraron con los años, ya sólo se amoratan y se enfrían. Varias personas han comprobado lo frías que pueden llegar a estar: en el coro, un compañero tenor me suele dar la mano sonriendo amablemente cada vez que llego al ensayo, y cuando le acerco la mía y me la sostiene nunca falla su respuesta: “¡Joder! ¡Qué frías las manos! ¡Siempre las tienes así!”. Y en alguna ocasión, el cuerpo de una mujer se ha quejado cuando ha sentido esos diez dedos que tengo como estalactitas. Por suerte, en verano, recuperan una temperatura normal, pero es entonces cuando me parece raro, me había acostumbrado.

“Claro, son manos delicadas, son manos de pianista”. Ahora me río tristemente de mi ingenuidad. Me he distanciado tanto tiempo del piano... Y eso es malo, muy malo: porque antes miraba mis manos y me las sentía como las de un estudiante de piano mediocre, mediocre pero estudiante. Eso era algo, había identidad. Ahora ni eso, cuando veo mis manos ya no me siento pianista, esa papel parece haberse quedado atrás, muy atrás en el tiempo.

A pesar de ese tiempo, hay algunos días en los que mi piano parece que tiene la compasión de hacerme creer que no hemos perdido tanto, que aún podemos recuperar el tiempo perdido. Ya tengo claro qué es lo que voy a hacer a partir de ahora, se acabó el traicionarse, es hora de retomar el baile, aunque sea lento y torpe. El problema es que mi Chaikovsky (ese es el modelo del piano y su nombre) no está en condiciones de soportar el baile: el contrapesado de las teclas no tiene resistencia, la madera chirría cuando se pulsa el pedal derecho y hasta mis dedos, posiblemente, ya son demasiado fríos para su estado material.
Me dicen que lo venda, pero nadie lo querría, ni siquiera sacaría mucho por él. Quizás podría servirle a un estudiante en sus primeros años, y ni eso. Además, no quiero venderlo. Sé que tengo que traicionarlo y dejarlo atrás, pero lo mejor es que siga quedándose en casa.


viernes, mayo 04, 2007

El corista remunerado

(Desvaríos noctambulares)

Parece que los años de corista del pueblo dan por fin su fruto.

Mi primera experiencia en un coro polifónico fue en la asignatura “conjunto coral” del conservatorio. Yo era un niñito y mi profesor, Manuel Salchidrián, me inspiró mucho cariño y confianza. Lo pasaba muy bien y eso contribuyó a que apreciara este tipo de formación musical. Me acuerdo de que, cuando terminábamos de montar una obra, el maestro mandaba a tres voluntarios a que salieran a interpretarla como solistas de su cuerda (el primer año el coro sólo se constituía de sopranos, contraltos y bajos). Y coincidía que mi hermano, un amigo y yo estábamos cada uno en una cuerda diferente: yo era el soprano (menos cachondeo, que era un niño, leches, no había cambiado la voz). Los tres salíamos voluntarios y nuestras intervenciones era muy famosas en clase, nos llamaban Los tres mosqueteros.

Cuando me mudé, una amiga de mi madre nos metió a mí y a mi hermano en el coro del pueblo, en el que llevo ya unos cuantos años y al que tengo también bastante cariño. He intervenido con ellos en muchos conciertos y algunos con viajecito.

Sin embargo, también pude cantar con el Orfeón de la Universidad, una colaboración para el Réquiem de Mozart. Ese concierto fue una iluminación, un antes y un después. Transcurren dos años…

La semana pasada mi director Jerome me llama por si quiero ir a cantar La flauta mágica a Cádiz, y encima, cobrando. Qué lujazo, me apunté de cabeza. Se trataba de una versión concierto de la famosa singspiel del maestro con partes narradas en español. El viaje en autobús fue pesado, como todos, pero guardo un par de recuerdos graciosos: como eso de enterarse a última hora de que hay una parte nueva que cantar, teniendo que salir al escenario dentro de cinco minutos y escupir un poco de alemán (si es cantado, mejor, claro…). También, tiene encanto eso de volver a las cuatro de la madrugada en autobús escuchando música mientras intentas vislumbrar la costa nocturna.

Esta semana me vuelve a llamar mi director: ahora hay que tirar para Almería, esta vez zarzuela: La del manojo de rosas. Pero esta vez no es una versión concierto, qué va… ¡es zarzuela pura actuada! Emocionadísimo acepto de nuevo y me recreo en mi brevísimo papel: soy un mecánico que canta un par de estrofas con el coro y en una parte me meto en una pelea entre dos bandos (más o menos como West Side Story pero a la española).

Es bastante gracioso, la zarzuela es un género muy pintoresco, una apuesta nacional que intentaba copiar la ópera italiana, o mejor dicho el singspiel alemán, pero al estilo español. Todo muy castizo, simple y estereotipado. Encima, todas las zarzuelas son muy parecidas musicalmente, repitiendo los mismos esquemas una y otra vez. Aunque por supuesto, tiene algunas cosas curradas e interesantes.

Fijaos en el argumento de La del manojo de rosas: básicamente consiste en un par de mozos que van detrás de una guapa mozuela y en toda la obra intentan ligársela. En una parte uno de ellos se disfraza de obrero para intentar conquistar la moza, pero lo descubren y surge una disputa entre los mozalbetes. Desde luego es divertido, esto se canta en ese momento:


Vaya garata la que se ha armao,

por si hace falta toos preparaos.

Si hay zarabanda venga de aquí,

¡toos a la cresta de ese gili!

Vaya zarabanda la que aquí se ha armao,

para sacudirle todos preparaos.


Y luego…


Que la ropa del obrero se hizo para trabajar,

y no de buen señorito mancharla para conquistar.

¡Era un disfrazado! ¡Largo del taller!

¡A dejarle en cueros! ¡Vámonos por él!


Qué grandes somos los españoles con nuestra zarzuela. A ver cómo sale esta noche entre nervios, orquesta y españolitos cantores.

Ojalá esto de los conciertos profesionales pagados dé para rato…



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